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sábado, 10 de enero de 2009

EL VIEJO MC SORLEY’S /Petruvska Simne


Uno se va por la 15 este con la séptima del East Village, camina media cuadra y llega al McSorley’s, el bar más antiguo de Nueva York. Si está muy lleno, te dicen que esperes un rato afuera, así puedes mirar la calle 15, las casas viejas de esa cuadra, la sombrerería donde hacen sombreros a la medida, la tienda de velas. O si prefieres te puedes sentar en uno de los barriles de cerveza que hay frente al bar, y compartir una charla con quienes salen a fumar, porque la ley no permite fumar en bares ni en restorantes ni tampoco en las oficinas de esa ciudad.

Entras y te das cuenta que el piso está cubierto de aserrín y en ese mismo instante sientes como si el pasado te está envolviendo de una manera cálida y nostálgica, pues las paredes, los estantes, y el techo están atiborrados de chapas, sombreros, cachuchas, cascos de bomberos, insignias, condecoraciones, y una avalancha de fotos. Hay fotos de políticos, boxeadores, peloteros, pintores, escultores, cineastas, músicos, jazzistas, roqueros, poetas, escritores y de gente que con su trabajo, en el cuerpo de bomberos, en la policía, en la construcción, en las fábricas, la industria, ha labrado la historia de esa alucinante ciudad.

Pides una pinta de cerveza y al primer sorbo una oleada de bienestar te cubre y quieres darle las gracias a todos los irlandeses que se te crucen por el camino por haber inventado y elaborado la mejor cerveza del planeta. Esto no es broma ni exageración: la cerveza es buenísima y se cuela por todos tus sentidos.

En ese momento, mirando con detenimiento lo que te rodea, te das perfecta cuenta de que te encuentras en el McSorley’s, el bar de los bares, con ciento cincuenta y cinco años de funcionamiento. Y aunque está en la lista de los lugares que no puedes dejar de visitar en Nueva York, no te sientes como un turista estorboso sino como un parroquiano más que viene de tarde en tarde a hablar con los amigos y a sacarse la mugre del cansancio con dos o tres jarras de cerveza.

Pero además te consigues ahí mismo con gente que te comenta que en la legendaria trastienda (donde la cerveza fluyó durante la época de la prohibición) está el cuadro de un desnudo con loro, la única mujer aceptada en sus salones por más de cien años, pues fue en 1970 cuando las damas pudieron entrar a ese bar, no sin antes librar una batalla ante los medios y ante los tribunales. Te enteras que Abe (Abraham) Lincon estuvo allí, tomándose sus cervezas, y lo mismo hizo John F. Kennedy. También señalan, con mucho orgullo, que el famoso poeta norteamericano E. E. Cummings escribió el poemario I was sitting in McSorley’s, su barra preferida de Nueva York. Era, según decía, el sitio desde donde miraba al mundo. Edward Estlin Cummings fue pintor, ensayista, dramaturgo y un poeta “cuya originalidad radica en haber logrado, en un lenguaje muy insólito y también muy preciso, entregar la pasión sin disminuirla”, como señala Ulalume González de León en la pagina web de la Universidad Nacional Autónoma de Mexico[1].

La primera línea del poema describe lo que se siente cuando uno se encuenta allí, con una jarra de cerveza al frente: “Estoy sentado en el McSorley’s, afuera está Nueva York y una hermosa nevada”.

jueves, 25 de septiembre de 2008

CITA A CIEGAS/Petruvska Simne

Carla Alejandra se puso el vestido amarillo con diminutas rayas turquesas, las sandalias doradas, bajitas, y un chal ocre con rayas doradas para taparse un poco el escote y abrigar además su espalda si hacía frío allá, en el bar. Tenía casi cuatro meses chateando con un hombre, que se hacía llamar Mapache, y que tenía una manera encantadora de comunicarse. Por los términos que empleaba, Carla Alejandra deducía que era un hombre joven, tal vez de algunos treinta y poquitos años, y eso la contentaba porque no quería salir con algún vejestorio, de esos divorciados insignes que se hacen pasar por eternos adolescentes para llevarse a la cama a cuantas damas solitarias se les atraviesan en el camino.

Eso sí, Carla Alejandra se lo repitió infinidad de veces, la aceptación de la cita no implicaba ningún compromiso a futuro. Ante tal petición Mapache repetía en la pantalla que sin el consentimiento de Carla Alejandra nada sucedería, que sólo quería conocerla y hablar personalmente con ella.

Ese detalle le encantó. Pensó que tal vez los santos se habían apiadado de ella, después de su traumático divorcio con Eleazar, y finalmente le habían concedido el deseo de conocer a un hombre de verdad honesto, sincero y, sin lazos sentimentales de ningún tipo.

Sucedió luego de arreglar los papeles del divorcio, pues comenzó a frecuentar museos, y salas de teatro y se compró una computadora con internet incluido para aprender a abrir una cuenta de correos, enviar emails, conectarse al messenger y chatear con los amigos, conocidos y con amigos de amigos. Así fue como entró Mapache en su vida. Su insistencia, la manera que tenía de preguntar cosas íntimas sin caer en vulgaridades y la delicadeza con la que expresaba sus pensamientos la decidió a aceptar una cita para conocerlo personalmente en un bar muy cercano a su casa.

Entró y le preguntó al mesonero cuál era la mesa 7, pues Mapache le había indicado que había reservado esa mesa para la cita. Caminó sin ver a nadie y por eso no se dio cuenta que en la mesa de al lado estaba su ex, bebiendo y jugando dominó con sus amigos. Carla Alejandra pidió una cerveza y esperó. Luego otra, y otra más. Hasta que fastidiada de tanto esperar, llamó al mesonero y le preguntó si conocía a Mapache. Los de la mesa de al lado se largaron a carcajadas cuando oyeron ese nombre. El mesonero volvió a preguntarle ¿usted quiere ver a Mapache? ¿está segura que quiere ver a Mapache? Carla Alejandra le dijo que sí, que cuál era el problema. Ninguno, ninguno, respondió como disculpándose el mesonero. Ya le traigo a Mapache. Los de la mesa de al lado se doblaban de la risa y Carla Alejandra pensó que la causa era la partida de dominó. El mesonero llegó con el muchacho que limpiaba el local, los baños, la cocina, todo, y más que bien parecía un mendigo sucio y maloliente, este es Mapache, le dijo el mesonero y se fue.

Carla Alejandra se quedó petrificada: pero… usted… ¿es Mapache?... ¿chatea por internet? No señora, yo no sé que es eso… ¿quiere que le lave el carro? Y la risa de mesa de al lado comenzó a llenar todo el bar, ja ja ja ja… ja ja ja ja… El ex de Clara Alejandra, Ezequiel, saltaba de perverso gozo, estaba muy divertido…y no había cambiado nada: seguía desquitándose y burlándose de ella…

miércoles, 13 de agosto de 2008

LA GRAN BATALLA / Petruvska Simne

Jaime Jota le dijo a Ender Crismas que sí, que le daba trabajo en el bar. No estaba totalmente convencido pero la intención del muchacho, estudiante de Letras de la Universidad Central, le parecía honesta y válida. Ender Crismas llegó con su morral a cuestas y en los ojos el brillo de la sinceridad. Miró el lugar, un horizonte de sillas y mesas desolado, y le propuso su plan para atraer clientes al caer de la tarde y hasta las diez de la noche por aquello de la inseguridad que impera en la ciudad capital.

Pero ¿cómo vamos a atraer a los clientes? Preguntó Jaime Jota. Yo no tengo licencia para contratar stripers, le aclaró con un tono de desesperación.

Confìe en mí, le dijo el muchacho, mi método es irrebatible, infalible, irreductible. Y ante esas palabras tan importantes, que nunca, a ninguno de los habituales al bar se le ocurriría usar en alguna oración, le dijo que estaba bien, que empezara al día siguiente, martes de poca monta y menos clientes.

El muchacho sólo pedía como paga una cena, y la cantidad de cervezas proporcional a la ganancia obtenida. Si era el doble, dos cervezas, si el triple, tres cervezas y así sucesivamente.

Jaime Jota sonrió para sus adentros porque verdaderamente pensó que el muchacho no sabía lo que decía, cerraron el trato y le dijo que lo esperaba mañana a las cinco de la tarde.

Al día siguiente Jaime Jota, imbuido en sus asuntos y deberes, no notó que en toda la calle y la fachada del bar estaba tapizada de avisos que invitaban a conocer al mejor cuentacuentos de la historia contemporánea. El muchacho llegó a la hora prevista, con su morral a cuestas, sus ojos brillantes de sinceridad y una sonrisa de extrema confianza. Al bar apenas llegaron unos cinco parroquianos, en realidad eran los mecánicos del taller vecino, que habían pedido un adelanto salarial para pagar las cervezas.

Ender Crismas comenzó a contar con voz grave y pausada la historia de un hombre que dejó sola a su esposa por ir a la guerra de Troya a rescatar a la esposa de un amigo, que habia sido secuestrada. Lo atacó un gigante que con un solo ojo veía más que él mismo con dos. Tuvo que amarrarse a un palo del barco y taparse los oídos porque unas sirenas más bonitas que las protagonistas de los Ángeles de Charlie lo querían encantar. También la Salma Hayek de las diosas, Calipso, lo quería como marido y lo tenía secuestrado en una cueva. Narró especificando cada detalle, hasta lo qué pensaba la esposa, y lo qué hacía mientras esperaba a ese marido dilatado. Antes de concluir la historia pidió la cena, y dos cervezas que se las tomó con calma. Luego se despidió diciendo que al día siguiente les contaría el final. Los hombres se alteraron, exigieron que les revelara el final, pero Ender Crismas se mantuvo inmutable y sólo les dijo: Mañana se van a enterar de cómo este hombre pudo estar veinte años separado de su esposa y mantener ese matrimonio.

Al día siguiente el bar estaba abarrotado de hombres, tantos que Ender Crismas pidió como adelanto tres cervezas antes de continuar con la historia. Volvió al inicio de su narración pero esta vez deteniéndose con más minuciosidad en las detalles, describiendo el cabello de las sirenas, la cintura de Calipso, los ojos de Penélope, la esposa del protagonista, y además muy alegre porque las cervezas llegaban a su mesa sin dilación y así mismo ¡glug glug! sin tardanza, se las embuchaba, aunque las palabras comenzaban a enredarse cada vez más en su lengua, y lo peor de todo: en su cerebro. En ese despelote fue cuando dijo que el protagonista se llamaba Drácula, el vergatario de Transilvanía, y en ese mismo momento se desató la trifulca monumental, con lluvía de vasos llenos de cerveza, y botellas aterrizando en cabezas y espaldas, golpes con sillas que iban y venían, mientras Jaime Jota cerraba con dos llaves la caja registradora y Ender Crismas se escabullía, arrastrándose hasta la puerta de salida, con su morral a cuestas y una botella de cerveza aun sin terminar.

viernes, 21 de marzo de 2008

EL BAR EQUIVOCADO / Petruvska Simne

Alejo entró de prisa al bar, como tratando de dejar atrás las tareas y las investigaciones. Chequeó su celular para verificar si tenía algún mensaje de Cecilia y al ver que no había recibido nada le envió otro más. Cecilia, ya llegué, te espero, necesitamos hablar, le decía. Allá adentro, ni siquiera el barman lo miró. Alejo se sentó en la barra y esperó a que el barman se acercara para pedirle una cerveza, pero el hombre no le prestaba atención. Se paraba delante del joven, buscando algún vaso o preparando un trago con una completa indiferencia, como si Alejo no existiera. Está vez Alejo no se enojó, se acercó a la máquina registradora y le pidió al cajero la cerveza. El cajero le dio el tiquet al barman, y este sacó la cerveza de la nevera, la destapó y la dejó en la barra. Alejo tomó un trago, y pensó en Cecilia, que lo traía de cabeza. Estudiaban en el mismo curso, pero Alejo comenzó a interesarse en ella cuando la vio en una fiesta, con un vestido apretadito que dejaba ver la estrechez de su cintura, la frondosidad de sus tetas, de sus nalgas y sus caderas: una perfección de mujer. La invitó al cine, a comer, a pasear. Subieron juntos Sabas Nieves, y esta vez quería invitarla a Choroní para estar a solas con ella, y se quedó como embobado pensando lo que sería un fin de semana en la playa con esa compañía. Salió de su embobamiento y le envió otro mensaje: Cecilita ¿dónde estás? ¿quieres que te pase a buscar?, le preguntó. Estoy llegando, ya estoy llegando, le contestó la joven. Alejo fue al baño, se lavó las manos, se peinó, y se arregló un poco la camisa, más para darse ánimos que para cualquier otra cosa. Pidió otra cerveza, y otra más y otra. Esta vez la llamó. ¿Te vas a tardar mucho?, le preguntó. Te estoy esperando, dijo ella. ¿Dónde?, preguntó él. En el bar de la esquina del instituto, le respondió Cecilia. Te dije DETRÁS del instituto Cecilia, Detrás. Ah, perdón, me equivoqué, pero vente tú. A mí me gusta este bar, es más fino. Alejo tragó grueso. Claro que ese bar era más fino y más caro, y los hombres que lo frecuentaban tenían más dinero también. Cuando llegó ya no había nada qué hacer: Cecilia estaba muy sonreída en una mesa repleta de tragos, platos de comida, un ramo de rosa y la mirada codiciosa del dueño del bar.

lunes, 5 de noviembre de 2007

LA REINA DEL LLANO/ Petruvska Simne

Entusiasmado por las historias de su tío Salvador, Albertico se escapó de su casa para ir al bar de Pueblo Nuevo a ver a la Reina del Llano. El tío Salvador contaba con verdadera emoción y a voz en cuello que era la mujer más hermosa de todo el llano y también de todo el país. Una morena de boca jugosa, cintura apretada, nalgas abundantes, firmes, sedosas y una voz que hacía estremecer hasta las piedras. Canta como un ángel, como una mujer enamorada, como una diosa, como se le debe cantar al amor, decía el tío Salvador. Y huele a pétalos de rosas, a rocío, a madrugada, y cada vez que el tío hablaba, Albertico se imaginaba mirando y escuchando muy de cerca a la Reina del Llano, como a veces, en su imaginación, se solazaba con algunas actrices de Hollywood, que de puro bellas le hacían doler el estómago.

Albertico estuvo reuniendo dinero un mes para ir en autobús y poder quedarse en algún sitio a pasar la noche. Le preguntó a su primo Edilberto y este le dijo que si debaja acompáñarlo hablaría con un prima de su cuñada para que les dieran cobijo. Albertico dijo que sí, y cuando reunió el dinero se fue con Edilberto a ver a la tan soñada reina llanera.

Llegaron a las siete de la noche a la casa de la señora Joaquina, quien comenzó a preguntar por todos y cada uno de los integrantes de la familia de Edilberto. Albertico sólo quería salir a buscar el bar, aquel sitio mítico donde los hombres ejercían su hombría en pleno, donde nadie les podía discutir decisión alguna y donde las mujeres obedecían sumisas y fascinadas cada pedimento masculino.

Llegaron al bar. La primera impresión de Albertico fue totalmente decepcionante. Parece un corralón en ruinas, le dijo a su primo. Las sillas impedían el paso, las mesas sucias, y un hedor a orines de borrachos los hizo retroceder. Buscaron el mejor sitio para ver el show, y pidieron dos cervezas a un mesonero sudado y con prisa que apenas les hizo caso.

A los pocos minutos una voz anunció la presentación de la Reina del Llano y la música comenzó a sonar. Apereció la mujer más fea que Albertico había visto en su vida. Aunque justo es reconocer, que a sus trece cortos años eran bien pocas las mujeres que había observado de cerca. La Reina del Llano era una flaca, sin gracia, con la cara huesuda, los ojos y los dientes saltones, una boca inmensa pintada de rojo como una señal de stop ¡pare ahí¡ y una voz que maltrataba toditicas las notas musicales. Albertico rió y le dijo a su primo, “hay que ver que mi tío Salvador, además de cuentero es tan ciego y sordo como el gobierno”.

martes, 14 de agosto de 2007

LA PRIMERA VEZ DE TATY / Petruvska Simne


La primera vez que entré a un bar tenía doce años, -me comentó Tati- y sonreía al recordarlo. Taty es mi amiga desde cuando yo vivía en la avenida Victoria, hace unos cuantos años, y todavía hoy nos visitamos para hablar de nuestras vidas. Destapamos el vino que trajo y continuó hablando de la primera vez que entró a la penumbra de un bar.

-Mi padre trabajaba en el Registro Subalterno como escribiente y llegaba a las cuatro y media todas las tardes. Se cambiaba de ropa y se iba al bar de las Tres Esquinas hasta la hora de cenar, que en mi casa se oficiaba a las siete. Digo oficiaba porque la cena era un acto casi litúrgico, pues se seguían las mismas normas todos los días del año y era en realidad el único momento de nuestras vidas que realizábamos una actividad juntos: al sentarnos, por ejemplo, nos persignábamos, dábamos gracias al Creador, y en seguida mamá comenzaba a pasar las bandejas de comida, aunque nadie hablaba nada nos comunicábamos con gestos y miradas y sólo papá hablaba para alabar la sazón de mamá, y para comentar lo que le había costado ganarse el dinero que servía para alimentarnos diariamente. Pero ese día no llegó a la casa a cambiarse y mi mamá conociéndolo como lo conocía me dijo: Tatiana del Carmen, vaya al bar de las Tres Esquinas y dígale a su papá que la cena está lista y la mesa puesta, y esa orden fue como la revelación de que el apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina. Me dio como un susto grande y pesado entrar al lugar en cuestión. Traté de hacerlo rápidamente, aunque el apuro no logró evitar mi decepción, pues había imaginado un sitio brillante, reluciente, oloroso a trajes costosos, lleno de hombres y mujeres enfrascados en amena conversación: en cambio vi una larga, oscura y triste barra, llena de borrachitos tambaleantes, hablando a gritos. Y en la mesa del rincón, dándole una bullanguera nalgada a la negra Caridad, estaba mi papá, celebrando que había ganado la partida de dominó.

jueves, 9 de agosto de 2007

EL BAR DE LA ESQUINA / Petruvska Simme

¿Qué tiene ese puto bar de la esquina que no tenga yo, para que mi marido prefiera estar noches enteras allá y no conmigo? preguntaba con rabia Argelina a las cuatro paredes, antes de dirigirme la mirada. Me encogí de hombros porque no supe qué responder y fue mucho después de tomarme el cafecito y comerme un pedazo de torta de pan, que a Argelina le queda de lo mejor, que le sugerí inocentemente que fuera al bar y mirara con sus propios ojos a qué se enfrentaba. Yo tampoco podía entender por qué a Leonidas, el marido de Argelina, le gustaba tanto ese bar. Yo había entrado un par de veces y no le veía nada especial, las mismas mesas, toscas y gastadas, sin mantel ni adornos, apiñadas unas con otras de una manera que apenas se podía pasar entre ellas, el piso con pegostes de mugre, la barra también manchada y asquerosamente pegostosa. Y ni hablar del baño, siempre hediondo, con el piso cubierto de papel usado. Creo que lo mejor que tiene ese bar es que está en penumbras y no se le ve claramente el rostro a nadie. Bueno, me gusta esa idea, me dijo Argelina, pero me tienes que acompañar. Le dije que yo estaba demás, que mejor me quedaba a cuidar a sus tres muchachitos. No, no, no, mamá viene más tarde y se va a quedar con los muchachos . Así que tú vienes conmigo al bar. Esta noche voy a saber por qué mi marido se queda tanto tiempo ahí, y lo dijo con tanta vehemencia y convicción que no me quedó más remedio que acompañarla. Era temprano cuando llegamos, nos sentamos en la última mesa, pedimos dos cervezas para conversar y observar. El bar se fue llenando de caras conocidas, vecinos de edificio, y se armaron dos partidas de dominó. Llegó la hija del dueño con unos chorsitos negros y una blusa blanca pegadita y escotada y comenzó a pulir una caja registradora viejísima que tenían montada en una repisa. Se hizo un momento de silencio y todos los rostros se volvieron hacia ella, como hipnotizados, y el montón de miradas se quedó fijo, como para siempre, siguiendo su movimiento suave… suavecito…


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