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domingo, 16 de diciembre de 2007

ARENQUE Y AKVAVIT EN CINEFILMS 71 / nostálgias desde Estocolmo de Liko Pérez

Me imagino que el título de esta nota debe despertar inmensa nostalgia en gran cantidad de amigos y visitantes de uno de los mejores bares escondidos de la ciudad de Caracas.Hablo de la oficina de Don Pedro Fuenmayor, “cineasta mayor” que siempre nos brindó su bondad, su alegría, su creatividad y su pasión por las buenas marcas de vinos y licores. Y todo esto, nos lo ofrecía siempre con comedimiento, decencia y ejemplos de buena voluntad.

Creo que fue en enero o en febrero de 1981, cuando recibí una llamada telefónica de mi amigo Luís Correa, cineasta impetuoso y apasionado a la hora de convencer a los amigos. Se trataba de que ese mismo día, o a más tardar al siguiente, debería yo de tomar un avión desde Estocolmo para trasladarme a Caracas - “lo más directo posible”. Está loco, pensé. Pero a la mañana siguiente me encontraba ya en el aeropuerto de Arlanda, dispuesto a trasladarme a mi querida Caracas para atender a la cita convenida al día siguiente de mi llegada en las oficinas de CineFilms71.

¿Qué fue lo que me convenció de tomar tan apresurada e inesperada decisión? Bueno, como les dije, su apasionamiento no tenía límites y además ya se encontraban a bordo del “proyecto secreto” tanto Pedro Fuenmayor como Enver Cordido, Pancho Toro, Rodolfo Porro y Santiago San Miguel. Así que no fue difícil, al sentir suficiente nostalgia, decirle SÍ al peligroso proyecto donde me estaba arrastrando Luís Correa: nada más y nada menos, que la complicadísima producción de la película “Ledezma, El Caso Mamera”.

La oficina de Pedro Fuenmayor, herméticamente regulada por potentes aires acondicionados, estaba vestida de una elegante y gruesa alfombra blanca de peluche que cubría todo su espacio. Al entrar, a mano derecha, se encontraba su también blanco e inmenso escritorio, en el centro, frente al inmenso ventanal que daba a la Av. B de La Carlota, imperaba una mesa de conferencias del mismo color. Y bien a la izquierda, discreto pero visible, encontrábamos el famoso BAR “de libre acceso” de Don Pedro Fuenmayor, eternamente lleno de bien temperados vinos Chablís y congeladas botellas de vodca y ginebra, y bien apertrechado siempre de un envidiado jamón pata negra que le vendía, casi en secreto, una gitana del jet set internacional, y del cual cortaba deliciosas lajas con un finísimo cuchillo Sabatier; y también habían botellas de güisqui, calvadós, coñac, una máquina de hacer jugo de naranja, hielo a granel, vasos, copas de todo tipo y hasta varios delantales de cocinero que nos reiteraban la ya conocida debilidad culinaria de nuestro anfitrión.

Todos estos recuerdos me indicaron que no podía llegar con las manos vacías a Caracas, sobre todo porque a la cita de CineFilms71 concurrirían también periodistas, amigos y otras personalidades del momento.

El Tax Free de Arlanda solucionó mi problema, dos litros de akvavit sueco, galletas suecas, dos latas de pescado fermentado “surströmming” (arenque agrio) y un manojo de dill (eneldo) para las papas sancochadas. La sorpresa iba a ser grande, ya que la pestilencia que emana de la lata al abrirse pone a correr a cualquiera. Aunque luego, para los valientes que aguantemos la pestilencia, un filete de fino arenque con galleta sueca, acompañado de cebolla cruda en ruedas, papas con eneldo y un casi congelado trago de akvavit, nos ofrece la sensación de haber experimentado la muerte en vida.

Hablo de muerte en vida porque así de mal huele ese arenque agrio, sortilegio nacido de la fermentación que la Suecia de antaño, durante sus veranos, y sin las modernidades de las heladeras de hoy, se vio obligada a inventar para preservar la fugaz frescura del más vulgar, pero más intensamente apreciado, pescado de su salobre mar; y convertirlo así, en una delicadez difícil de apreciar o entender desde nuestra modernidad.

Dicho y hecho, son alrededor de las tres de la tarde del día siguiente de mi largo viaje y ya la oficina de Pedro está llena de gente. Se llegaba a esta peculiar oficina a través del foyer del antiguo cine La Carlota, subiendo por una serpenteante escalinata que antiguamente nos llevaba al palco del cine. Si la memoria no me traiciona, se encontraba también allí, entre otros, Pablo Antillano, incondicional amigo del cine nacional y eterno seguidor y corrector de cualquier mala interpretación de las verdades del cine nacional.

Rápidamente, y luego de los tragos de bienvenida, el encuentro se convirtió en tertulia; y más pronto que tarde, me increparon a abrir las “supuestas” latas de pescado podrido. Nosotros los venezolanos somos todos tan machos, que ese cuento del pescado podrido, que no asusta a los bárbaros del norte, simplemente se resuelve probándolo. Pero al abrir la primera lata, una fétida nube de pestilencia comenzó a esparcirse en el hermético recinto, primero delicadamente, así como si alguien hubiera incurrido en alguna indiscreta flatulencia, para luego arremeter con toda su violencia y sacarle un despavorido grito de terror a Santiago San Miguel: “que marranada, Dios…” y dicho esto, salió corriendo seguido por gran cantidad de amigos escaleras abajo, y hasta más allá, hasta la calle, ya que el sistema de ventilación se encargó de distribuir una crispante hedentina que los persiguió hasta la mismísima entrada principal del antiguo Cine La Carlota.

Como bien apunta el refrán, ese que asegura que donde ronca tigre no hay burro con reumatismo, sólo los valientes, entre ellos Correa, Fuenmayor y algún otro que no recuerdo, se quedaron a probar la marranada; eso sí, “siempre y cuando yo la probara primero”.

El consecuente, espeso, o más bien aterciopelado, akavit escandinavo, poco a poco fue atrayendo de vuelta a una parte de los amigos desbandados, ofreciéndonos a todos la excelsa oportunidad de brindar por la aventura vivida y por haber sumado una experiencia más al acervo de las cosas que se podrán contar cuando la nostalgia lo requiera.

Así como ha sucedido hoy.

Liko Pérez/ Estocolmo, 2007-12-13

miércoles, 5 de septiembre de 2007

EN THE STOCKHOLMS ICEBAR / Liko Pérez


Con el barman Jackob


Desde un pequeño pueblito de la Laponia sueca ( Jukkasjärvi ), nos llega una fantástica experiencia a Estocolmo: una barra de hielo ( configurada con los más puros bloques de hielo del cristalino del rio Torneälv ), con sillones, paredes, columnas y vasos hechos del gélido material; y todo acertadamente acompañado por una famosa marca de vodka sueco que “absolutamente” le quita el frío a cualquiera.Entrar, como entramos este día de verano a ese recinto con cinco grados bajo cero, es casi como trasladar el calendario cuatro meses adelante. Quiero recordarles que aquí (en Estocolmo), durante el invierno, oscilan las temperaturas entre +2 y -25 grados. Así que esta futileza de cinco grados bajo cero sólo impresiona a turistas tropicales de poca experiencia (que no es el caso de mis ilustrados invitados).

Ser anfitrión de visitantes “en visita de turismo” a Suecia, conlleva, a veces, partes negativas: ya que la práxis de “quién maneja no bebe” es una contundente y bien arraigada religión en este país. Por lo tanto, algo contrariado, tuve yo que contentarme con un “non alkoholic” que con el frío tan arrecho que hacía allá adentro estuvo a punto de congelárseme en el gaznate (cosa que me certificó la profesionalidad del bar, en cuanto a la garantía de absoluta ausencia de etílicos en la bebida sin alcohol dispensada).

Es difícil coger una borrachera dentro del recinto, ya que luego de los shots de rigor ni sientes los efectos ni te provoca seguir campaneando un vaso que no suena.


Liko Pérez con Gustavo Artiles

Pero al salir, estimados baristas, es cuando se siente que empieza la fiesta. Los tragos se desarrollan al calor del estío y un delicado devanéo se te acomoda entre las rodillas. – Que buenos estaban los tragos. – Ni me di cuenta que hacía tanto frío. – Caramba, el verano sueco es más caliente de lo que yo me imaginaba. – Pues vamos a tener que tomarnos una cerveza bien fría, pero ya.

La tarde ya había comenzado a caer y en los alrrededores de la Estación Central la maraña de atareados viajeros se nos mostraba como un conjunto de figuritas de plomo. Yo, que ni siquiera había olfateado un átimo de la espirituosidad que ofrece el Icebar, salí adelante, apresurado, hacia el estacionamiento; consciente de mi avidez de llevarlos a mi casa lo más pronto posible, dejar el carro en algún lugar adecuado y exclamar con inmensa satisfacción: - Bueno, queridos amigos, ahora si es verdad que nos vamos a tomar un güisquicito.

Liko Pérez Estocolmo, 2007-09-03


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