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lunes, 1 de marzo de 2010

CUATRO MINUTOS DE ETERNIDAD/ Miguel Schapira

Son cinco minutos. La vida es eterna en cinco minutos. El estribillo de aquella canción de Víctor Jara en la que una mujer chilena, Amanda, se abrazaba a la vida en los cinco minutos que duraba el encuentro con su amado durante el receso en la fábrica, visitó suavemente mi memoria en la madrugada del 27 de febrero en el preciso instante en que, abrazado a mi esposa Kirsten-Maria bajo el marco de la puerta de entrada de mi departamento, sentí , durante casi cuatro eternos minutos, temblar la tierra en Chile.

A las criaturas humanas nos mueve la vocación de intentar identificar aquellos momentos exactos de la vida – generalmente dramáticos- en los que nuestra existencia se fractura en un antes y después. Suele ser un ejercicio a geometría variable que tiene la tendencia a ir mutando con cada cataclismo personal que vamos experimentando. Circunstancias singulares de mi vida personal y profesional me han convertido en testigo directo y muy próximo de una lista inquietante de elementos desatados y situaciones límite: un huracán en Centroamérica, un volcán en erupción en Filipinas, una inundación de lava en Colombia, un alud de barro en Venezuela, un terremoto en Costa Rica, un tornado en Iowa, una tormenta de nieve en Kazhasktán…Pero nada, absolutamente nada, de lo ocurrido en mi azarosa errancia puede compararse a lo que viví, sentí y experimenté durante aquellos cuatro interminables minutos bajo el dintel de la puerta en ese departamento del piso 14 en la comuna de Providencia en Santiago de Chile.

Primero fue el sacudón violento, traicionero, incomprensible, que alteró, a las 3:24 de la noche, el momento más profundo del sueño. Luego el grito desgarrador de Kirsten, ¡terremoto! Después, el gesto instintivo, internalizado a fuerza de tanto escucharlo, de correr a buscar refugio bajo la viga más sólida. Unidos en un abrazo fusional, los ojos cerrados, los dientes apretados, los cuerpos entregados, mi esposa y yo nos abandonamos a la furia del monstruo. Un monstruo que comenzó a sacudirse con movimientos espasmódicos, brutales y caprichosos que crecían en intensidad a cada segundo. Al principio fueron saltos muy bruscos, seguidos por giros, bamboleos y vaivenes que se sucedían en un movimiento anárquico y en un crescendo deliberadamente destructivo.

La imagen que acude a mi espíritu en el momento que escribo estas líneas, es la de aquella cama convulsiva en la que yacía aterrada la niña poseída por el demonio en la película “El Exorcista”. Porque también el rugido del Monstruo era diabólico. ¿Alguna vez escuchaste el bramido que emerge de la garganta de la tierra? Es seguramente el sonido más aterrador que pueda registrar el oído humano, acaso la concreción acústica del gruñido de los dragones de las historias medievales o de los ruidos que atizaban los miedos más oscuros de tu infancia. Librados a los caprichos de las placas geológicas, todo pierde entidad, nada conserva identidad. Ni tú, esperando impotente un desenlace que dada la violencia de la tierra imaginas fatal, ni las paredes que te protegen, ni los techos que te cubren, ni los objetos que te rodean. Todo se desmorona, literalmente se desmorona. Un minuto, dos, tres; la vida es eterna en cuatro minutos. Las estadísticas ya registran que éste fue no sólo uno de los terremotos más potentes de la Historia sino también el más largo. Cuando la tierra dejó de moverse y Víctor Jara dejó de cantar, nos miramos a los ojos y sobrevino la catarsis. ¿Lo que acaba de ocurrir, ocurrió realmente? ¿Fue una pesadilla? ¿Estamos aún con vida o acabamos de convertimos en habitantes de otra región de la existencia? Los sollozos, sin embargo, eran reales. Así como el temblor de nuestros cuerpos y los gritos de pánico que entraban por las ventanas. Sin luz, sin agua, sin corriente, sin comunicación con el mundo externo, avanzando a tientas por un departamento oscuro y devastado, comenzamos a reconocer el paisaje después de la batalla. ¿Vale la pena mencionar cuan relativo puede ser el valor de las cosas materiales ante la certeza de tu propia materialidad?

Narrar mi pequeña experiencia individual en esta tragedia que asoló a todo Chile me coteja pudorosamente ante el drama de centenares de miles de personas que hoy lloran a los suyos, aplastados por los escombros o arrastrados por la ola; escribir mi vivencia más personal ante el terremoto de Chile representa para mí un acto de humildad frente a quienes todo lo perdieron y un homenaje íntimo al extraordinario país hermano cuyo territorio bronco inspiró una vez estos versos de Pablo Neruda:

Que corran las cuerdas del canto en el viento extranjero

porque mi sangre circula en mi canto si cantas,

si cantas, oh patria terrible, en el centro de los terremotos

porque así necesitas de mí, resurrecta,

porque canta tu boca en mi boca y sólo el amor resucita.

martes, 14 de julio de 2009

DE LA BARRA A LA PELUQUERÍA/ Eurídice Ledezma

http://tankgirlmedia.blogspot.com/

Hace algunos dìas fui a cortarme el cabello. Ya era hora. Habìan pasado seis meses desde mi ùltima visita a uno de esos templos de la belleza y ya comenzaba a sentirme como un àrbol. Pero mi elecciòn no pudo ser peor y el corte fue, para decir lo menos, de resultados altamente cuestionables. Aùn asì, cuando el casi adolescente carnicero me preguntò si me habìa gustado le contestè con una sonrisa de oreja a oreja: ME ENCANTO!

No sè que me pasa en las peluquerìas que nunca puedo ser yo misma. Quizàs por eso he sido objeto de toda suerte de desastres: mechones plateados que no pedi, cabello màs largo de un lado que del otro, peinados estilo Shirley Temple, cuentas exorbitantes y un larguìsimo etcètera.

Confieso que tengo una relaciòn de amor-odio con ellas. Y con los peluqueros, por supuesto. Detesto lo inadecuada que puede hacerte sentir uno de esos seres que con tijera en mano pretende transformarte en su idea de quièn eres tù.

Nunca saben què hacer con mis rizos. Cuando era pequeña habìa un barbarico tratamiento para aquellas que no tenìamos "el pelo lìndisimo de Drene", o sea lacio. Se llamaba el rollete y consistìa en darle la vuelta al cabello alrededor de la cabeza y sujetarlo con pinzas. Puede parecer inocente, especialmente en una època en la cual no se habìa extendido el uso del secador de mano y mucho menos el alisado japonès o la brasilera escoba progresiva, pero resulta que tengo un recuerdo tragicòmico imborrable en mi memoria.

Aproximadamente, a los seis años, en la època en la cual en el Colegio San Pedro me conocìan como Zanahoria, ganè un concurso de tarjetas de Navidad Infantiles convocado por la entonces Primera Dama de la Repùblica, Blanca de Pèrez. Todo muy bien. Increìble. La niña tenìa un talento artistico prometedor. Pero, ¿què hacemos con el look? Rollete!

La orden expresa de mi madre, que llegaba puntualmente a las cinco y diez de la tarde todos los dìas, era encontrarme con el cabello liso, lìndìsimo y ya lista para subirme a la tarima y recibir mi premio.

Bueno, ese dìa, me dediquè a jugar, a ver televisiòn, a ser niña, pues...aproximadamente a las cuatro de la tarde, Margarita, la muchacha oriental que me cuidaba, recordò la orden materna. Y me mandò a bañar. Veinte minutos despuès salì de la ducha y comenzò el proceso de colocar las pinzas en mi ensortijada cabellera que, en aquel entonces, sòlo conocìa un corte: totuma.

Como era de esperarse, a las cinco y diez de la tarde el rollete estaba listo pero mi cabello estaba absolutamente
mojado. Mi madre entrò en una furia de antologìa y, luego de gritar a todo pulmòn, me llevò a la peluquerìa que se hallaba a aproximadamente una cuadra de la casa. Lo ùnico que recuerdo es mi llanto incontenible mientras me gritaban y arrancaban las pinzas de metal que caìan descuidadamente en el callejòn.

Al llegar una de las peluqueras se apiadò un poco y comenzò la tarea de convertirme en la hija perdida de Popy. Y todo para que horas màs tarde yo pudiese recibir un horrendo perro de peluche amarillo, un diploma y un beso de la Primera Dama.


Por supuesto que en mi adolescencia fluctuè entre el fabuloso estilo escalonado de Farrah Fawcett y el absoluto despelucamiento rasta-Marley que produjo un inicial acto de rebeldìa bastante autodestructivo: No me peinè en un año y, encima, se me ocurriò meterme en una peluqeria a pedir que me hiciesen una permanente (afortunadamente la peluquera se conmoviò y, con toda sensatez, me gritò que si yo estaba loca).

Quizàs ese trauma infantil me hizo rebelarme el dìa de mi graduaciòn en la UCAB. En esa època ya no me llamaban Zanahoria sino Pelùa y la cabellera, ensortijada, indomable, me llegaba casi a la cintura. Bueno, la sublevaciòn implicò que cualquiera que vea las fotos de aquella noche, (una de las màs divertidas de mi vida, por cierto), jamàs podrà determinar si es mi nariz o mi oreja el minùsculo promontorio de piel que se asoma tras esa maraña capilar que amenaza con devorar el pobre birrete.


Y es que nadie lo expresa mejor que Pablo Neruda en su poema Walking Around: "el olor de las peluquerìas me hace llorar a gritos..." Bueno, no es exactamente el olor sino la total sensaciòn de inadecuidad y no pertenencia que me genera traspasar esas puertas y enfrentarme a esa fauna de seres con tijeras y crìticas que, invariablemente, me cuentan su vida en los primeros quince minutos.

Y es que fui ingenua, con la democratizaciòn de las peluquerias iniciada por Carmelo y su franquicia, pensè que tendrìa cabida en ese mundo. Me equivoquè. Pero aùn asì insisto cada cierto tiempo. Especialmente, cuando mi autoestima està baja y necesito que alguien me reinvente. Definitivamente, las mujeres podemos llegar a ser seres insondables e incomprensibles.

¿Le pasarà lo mismo a los hombres en las barberìas?






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