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miércoles, 3 de noviembre de 2010

MILAGROS / Raúl Fuentes

En estos tiempos de merienda bolivariana, whisky caro y cerveza tibia, cuando el béisbol nacional ha devenido en ordinariez suprema, los poetas versifican sobre perros sucios fornicando en la Plaza Mayor y el vocabulario de las muchachas podría espantar por su procacidad a verduleras y prostitutas, la gente no espera milagros y, sin embargo, yo puedo dar fe de uno acaecido hace pocas semanas en una estación del metro de Caracas. Y aunque el portento se produjo en hora pico, no conmovió a la muchedumbre que pugnaba por emerger a la superficie, escapando del creciente malestar que caracteriza ahora a nuestro sistema subterráneo de desplazamiento urbano.

Desde su silla de ruedas, apostada en el tope de la escalera, un informal discapacitado pregonaba su mercancía, “tres por diez, aproveche, tres por diez”, tratando de colocarla entre el apresurado público. De pronto, un robusto zagaletón, cruza punk de basketbolista y rapero, se acercó al infortunado buhonero, no para adquirir lo que éste ofertaba, sino para arrebatarle la mercancía y el dinero producto de las ventas.

Con el botín a buen resguardo, el delincuente se dio a la fuga, emprendiendo más que una carrera una especie de trote displicente, total el impedido nada puede hacer, se iba diciendo a sí mismo. No contaba con la milagrosa reacción del lisiado quien, exhalación divina, saltó de la silla y a toda velocidad fue tras su agresor. Sí le dio o no alcance es asunto ajeno al prodigio que relato: un milagro, un auténtico milagro en el metro, precisamente ahora que la iglesia parece estar en la picota revolucionaria y es blanco de choteo miraflorino.

En medio de la estupefacción recordé otro ostento ocurrido años atrás en los predios de la República del Este. Por aquel entonces, Pepe Luís Garrido, para consuelo de limpios de vocación y pela bolas por convicción, solía enfrentar la escasez con una esperanzadora frase: “Dios proveerá”. Y lo cierto es que tal invocación producía pequeños milagros. Fui testigo de uno ocurrido en la desaparecida cervecería Lara.

Al filo de la media noche, un grupo de impecunes crónicos bebía sin orden ni concierto ni medida ni fondos; Pepe Luís y Caupolicán Ovalles, entonces Presidente de la República, discutían la cuestión presupuestaria y buscaban una salida para enfrentar la inevitable y dolorosa factura acumulada por el abundante e irresponsable trasiego*. Pepe, fiel a su prédica, intentaba mitigar la creciente preocupación de un incrédulo y resignado Caupo. Entonces se produjo el maravilloso acontecimiento.

Ya habían cerrado la entrada y, entre bostezos y miradas de arrechera, los mesoneros recogían manteles y apagaban luces. De pronto se oyeron golpes a la puerta, con tal instancia que no hubo más remedio que atender el reclamo.

Uno de los mesoneros abrió la puerta y por allí entro el que llamaban Polifónico. Todo un personaje de la época y del boulevard. Venía como emisario de Pancho Massiani y Baíca Dávalos quienes, en un decadente bar de ficheras de la cercanía, estaban en iguales condiciones que nuestro grupo y se les había ocurrido enviar a un emisario para que hiciese una colecta por los bebederos del vecindario, La cervecería Lara era la última parada del Polífónico. Una vez que hubo explicado el motivo de su comparecencia, Caupolícán quiso saber cuánto había reunido, trescientos y tantos bolívares, y pidió que se le mostrara el dinero. Entonces sobrevino un milagroso arrebatón.

Por la autoridad que me confiere mi alta investidura y en nombre de mis súbditos aquí presentes, procedo a expropiar este mal habido dinero, Así más o menos se expresó Caupolícán para sorpresa y estupor del Polifónico, quien, además, fue aventado de allí por órdenes expresas del primer magistrado.

Pudimos pagar la cuenta gracias a esa precursora expropiación que puso de bulto el autoritarismo del poeta de Copa de huesos y allanó el camino para su derrocamiento. Pero eso es otra historia. En cuanto a Pancho, Baica y el polifónico, fueron salvados, Deus ex machina, por Marcelino y Juancho Madriz que aquella noche andaban de putas. Dios proveyó, sentenció Pepe, y agregó: los milagros ocurren, pero uno tiene que poner su parte. Eran otros tiempos: la merienda era de negros, el whisky barato y la cerveza siempre estaba fría; las muchachas no decían malas palabras, el béisbol no era una caimanera y los poetas hablaban de miradas mágicas.

*El punto y coma de este párrafo es para Gustavo Méndez. El sabe por qué.

jueves, 4 de septiembre de 2008

ESTRATEGIAS EN LA BARRA

LOS HIELITOS TRISTES
DE ALFONSO MONTILLA
( en la foto con Soledad Mendoza)
Alfonso Montilla era el juglar de la República del Este.
Todos querían escucharlo. A Alfonso le encantaba el
trago pero no tenía recursos, por eso se aprovechaba
de sus cuentos para beber.
Un día, Elías Vallés, el de la Funeraria, a quien algunos
llamaban «Mecenas» pero otros preferían llamar
«Mebebes», le pidió a Alfonso que contara un cuento
que a él le gustaba mucho. Alfonso dijo:
- Lo que pasa es que estos hielitos están muy tristes.
Estaba sin trago. Entonces Vallés ordenó inmediatamente
al mesonero que le pusiera otro trago al poeta.
Era la fórmula infalible de Alfonso para beber gratis.


PICHIRRE
Un día están Adriano González León, Mary, su esposa,
Salvador Garmendia y Rodolfo Izaguirre, tomando
unos tragos en un bar de Sabana Grande.
A la hora de pagar, que eran como 15 bolívares, todos
pusieron algo de dinero menos Adriano a quien se le
engatilló el dedo en el bolsillito pequeño del pantalón.
Mary, al ver que Adriano se está haciendo «el policía
de Valera», para no poner dinero, le dice en valerano:
- Sacá, Adriano, sacá.

EL POETA MONTES DE OCA
Al poeta Ramón Montes de Oca le gustaba ir a Trujillo
porque allí los poetas le celebraban sus versos. Cuando
Adriano González León, Alfonso Montilla y Oswaldo Barreto se enteraban de que el poeta Montes de Oca
los iba a visitar, se ponían felices porque sabían que
por unos días iban a descansar del micho andino
porque el poeta lo que bebía era whisky.
Montes de Oca tenía un verso que repetía siempre:
- Yo soy un satán que hiere las rosas
Los poetas aprovechaban para aplaudir a rabiar.
- Qué verso, poeta, qué verso- decían todos al unísono.
Entonces el poeta se entusiasmaba y pedía una botella.
Cuando Alfonso Montilla veía que la botella se estaba
terminando pedía a Montes de Oca que por favor
volviera a decir el verso. Los poetas aplaudían de nuevo
la perfección del endecasílabo, y entonces el poeta
Montes de Oca llamaba al mesonero y ordenaba
otra botella.

Fragmentos tomados del libro Ebriedades de Gonzalo Fragui , (en la foto) Cooperativa Librería Ifigenia, Mérida, Venezuela 2008


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