domingo, 29 de junio de 2008

jueves, 26 de junio de 2008

AMORES DE UN GRAN BARRERO/Alberto Rodríguez Barrera-



Quizás fue en algúna barra caribeña donde Ernest Hemingway expuso una teoría codificada según la cual cada hombre tenía asignada en la vida una cierta cantidad de orgasmos, razón por la cual éstos debían ser cuidadosamente distanciados. Otra de sus teorías afirmaba que si uno tenía sexo a menudo, podría comerse todas las fresas que quisiera sin contraer urticaria, aun cuando fuera alérgico a las frutas. También tenía un consejo: "Si dos personas se aman, no pueden tener un final feliz, porque uno de ellos debe morir y el otro quedará privado de felicidad".

El ganador de premios como el Pulitzer y el Nobel tuvo una vida que fue calificada como "una rebelión que nunca terminó", quizás en reacción a que su madre le hizo vestir en su infancia ropa de "niñas" durante varios años, haciéndolo escapar de casa a los 15 años. En París tuvo la guía de Scott Fitzgerald, Ezra Pound y Gertrude Stein, y aunque buscó la fama no le gustaba estar bajo sus luces, creándose la imagen viril del macho man retraído, de aventurero, boxeador, cazador, corresponsal y soldado, viviendo luego en Cuba hasta que llegó Fidel al poder y se mudó a Idaho. Y cuando la depresión y la ansiedad le impidieron escribir, recibió terapia de electro-shock y se mató con una escopeta el 2 de julio de 1961, con el twist en pleno furor.

Hemingway se pintaba como un gran amante, que cuando joven en París tenía que hacer el amor tres veces al día y tomar drogas de sedación sexual para calmar su rabiosa libido. Aunque no le gustaba el sexo casual, alardeaba de ser "un chulo amateur" y comparaba el sexo con las carreras de bicicleta, en cuanto a que mientras más la montas, mejor lo haces. Le gustaba dominar a sus mujeres, creyendo que el hombre "debe gobernar" en las relaciones sexuales. Tres de sus cuatro esposas aceptaron la regla, pero la tercera dijo después que Hemingway no tenía cualidades redentoras fuera de sus escritos. Para "Papa" ella fue su "más grande error".

En sus cartas, Hemingway dijo haber tenido un harén de negras durante un safari en Africa, y como estridente mujeriego, su amiga Gertrude Stein sugirió que era un homosexual latente. Y el torero Sydney Franklin le dijo una vez al escritor Barnaby Conrad que "el problema de Hemingway toda su vida" fue "la preocupación de tener la picha pequeña", elevando el dedo meñique como muestra.

Pero Hemingway alardeaba de su potencialidad sexual y de haber tenido como amantes a Mata Hari, una princesa italiana, una princesa griega, rameras obesas de Michigan y prostitutas de La Habana con sobrenombres tan exóticos como Xenofobia, Leopoldina y la Puta Internacional. Sus sueños eróticos eran con Greta Garbo y Marlene Dietrich, pero en la vida real prefería sumisas y curveadas rubias o pelirojas, aunque sus amigos lo creían "un puritano" porque lo veìan sonrojarse cuando era acosado por las prostitutas y lo escuchaban decir que "sólo los que estaban enamorados podían hacer el amor".

Hemingway consideró el divorcio de su primera esposa, Hadley Richardson, un "pecado" que no podía expiar, y fracasó cuando se enamoró de Pauline Pfeiffer, una hermosa sicofante (Hadley acordó darle el divorcio después de obligarlos a estar separados por 100 días). La relación con Pauline terminó por razones sexuales: tras dos cesáreas se vieron forzados a practicar coitus interruptus porque el catolicismo de ella excluía el uso de profilácticos. La tercera esposa, Martha Geilhorn, era muy independiente y autora reconocida por derecho propio, pero ella y su afilada lengua no cedieron a la adoración ciega y la sumisión que él exigía. La cuarta, Mary Welsh, estaba hecha a la medida: paciente, adoradora, joven y bella, una "Rubens de bolsillo", como él la llamaba, y que aguantó hasta el tiro de la escopeta porque pasaba por alto el difícil comportamiento de Hemingway y los numerosos amoríos que él ni se ocupaba de mantener en secreto.

Muchas de las mujeres de Hemingway parecían ser modelos para su ficción, pero ninguna ganó su corazón completamente, ya que él nunca las dejaba acercarse lo suficiente para dejar que manejaran su vida. A un amigo le dijo: "Yo conozco a las mujeres, y las mujeres son difíciles."

PRÍNCIPE DE LA POESÍA/ Armando Rojas

Así lo llamó acertadamente el crítico literario español Gustavo Guerrero, quien por esas paradójicas coincidencias del destino, presentó en Madrid la obra de varios poetas latinoamericanos, entre ellas la de Eugenio Montejo, precisamente un día después de su muerte, acaecida en Valencia el pasado jueves. Escribo estas líneas a las tres de la madrugada; desde mi balcón diviso la luna en cuarto creciente y su resplandor se me revela insólitamente hermoso, sin duda una recepción de gala para el amigo desaparecido.

No voy a hablarles de la obra laureada y ampliamente conocida más allá de las fronteras. Mi corazón prefiere hablarles de un Eugenio Montejo como amigo, con quien tuve el privilegio de compartir hermosos años en la ciudad de Lisboa, la melancólica tierra de Fernando Pessoa que tanto lo cautivó. Eugenio hablaba frecuentemente de su fascinación por la luz y el colorido de las colinas de la capital portuguesa, que se precipitan al río Tejo. Eugenio fue un venezolano excepcional, un hombre cuya humildad y sutileza eran propias de épocas pasadas. Un caballero a carta cabal, quien nos representó con singular brillo como Consejero para Asuntos Culturales en nuestra Embajada en Portugal. Su partida nos deja un vació difícil de describir. Afortunadamente, permanecerán en nuestra memoria los gratos momentos compartidos durante largas charlas que denotaban su inteligencia y bonhomía. Estoy seguro que las riberas del Cabriales, acá en estas latitudes del trópico salvaje, así como aquellas del Tejo en tierras lusitanas, lloran calladamente su partida cual taciturna melodía de fado.

Mis más profundas palabras de condolencias a todos sus seres queridos, particularmente a su esposa Aymara y a su hijo Emilio.

jueves, 19 de junio de 2008

CÓDIGOS SECRETOS EN LAS BARRAS / Amelia Hernández

En las novelas de John Le Carré son pocas las barras que aparecen, y ninguna deja espacio para la ociosidad y las quimeras: están para recibir información estratégica, entregar documentos secretos, hacer pagos clandestinos, dar instrucciones, montar trampas... Instalarse en una barra de Le Carré tiene sus consecuencias.

En el barrio londinense de Battersea Bridge, un hombre con ropa manchada de lubricante y mojada por la lluvia entra al Prodigal’s Calf, que a esa hora temprana de la tarde se encuentra vacío y oscuro. El hombre bate una moneda en la barra y pide un whisky con aguardiente de jengibre. Es un mecánico, traficante de poca monta... pero sabe demasiado. Unas horas después, ya entrada la noche, su cadáver flota en el Támesis.

En el aeropuerto de una pequeña ciudad finlandesa, está nevando. Son las once de la noche y el bar está a punto de cerrar; en la barra sólo queda un cliente: apura su copa de Steinhäger, pensando que ciertas bebidas extranjeras saben mejor cuando se toman en el país de origen. “Sírvame otro trago de este veneno local.” El barman, que ya empezaba a apagar las luces, le contesta de mala gana que el Steinhäger no es finlandés sino alemán... El cliente es un agente británico aguardando a su contacto, un piloto finlandés con misión de sobrevolar y filmar una región estratégica de la Alemania comunista; pero la nieve ha retrasado el vuelo... Dentro de una hora, el agente británico morirá desangrado a orillas de la carretera.

Son dos escenas penumbrosas, casi silenciosas, que pertenecen a las primeras novelas de espionaje de Le Carré (Call for the Dead, 1961; The Loocking-Glass War, 1964), ubicadas en tiempos de guerra fría.

Contrastan con otra que tiene lugar en un bar de Bonn, rutilante de neón. En la barra, varios jóvenes neo-nazis trasiegan litros de cerveza cantando un himno del tercer reich. De repente estalla una refriega, puñetazos, patadas, botellazos, hay varios heridos, entre los cuales el que provocó la riña: Leo Harting, funcionario menor de la embajada británica, empeñado en desmontar una conspiración ultraderechista (A Small Town in Germany, 1968).

Ya finalizando los años setenta, en las postrimerías de la guerra fría, las barras de Le Carré se vuelven más amables.

En el Bar de Stan, frecuentado por jóvenes y estudiantes de Praga, el ambiente es acogedor “te da la impresión de que Checoslovaquia es un país libre...” Ahí, entre el vocerío de las discusiones políticas, el abundante consumo de aguardiente y una música de acordeón, James Prideaux, profesor de francés y agente británico en la Europa comunista, logra por pura casualidad una información crucial acerca de unos inquietantes movimientos militares (Tinker, Taylor, Soldier, Spy, 1974).

En las novelas posteriores, el ambiente que describe Le Carré ya es francamente cosmopolita.

En Asia, en 1975, se acerca el final de una era. Hong-Kong, último bastión asiático del colonialismo occidental, es un ineludible centro de información. Un sábado de tifón, los corresponsales extranjeros se resguardan de las trombas de agua en su bar habitual, encaramado en el último piso de un rascacielos. Entre cervezas, ginebras y chistes gruesos, esos hombres que se han curtido reporteando las guerras de Vietnam, Cambodia o Tailandia, se desestresan lanzando servilletas enrolladas hacia las botellas bien alineadas detrás de la barra. Si alguien logra encajar su servilleta en una botella, los demás le pagan esa botella y le ayudan a vaciarla. El barman, un chino de Shangai, sirve los tragos, recoge las servilletas caídas al suelo, pasa las llamadas que van recibiendo los alborotosos reporteros: una noticia aparentemente anodina... que se convertirá en una bomba (The Honourable School Boy, 1977).

En Peredélkino, en la exclusiva residencia vacacional de la unión de Escritores de la URSS, Barley Scott Blair, editor literario, saxofonista en sus ratos de inspiración, y agente secreto involuntario, pasa una jornada memorable compartiendo amistosamente con la élite soviética, en torno a una mesa que más parece una barra de bar: hay escritores, aristas, unos cuantos científicos, y hasta unos poetas disidentes, son tiempos de glasnost. Durante más de diez horas, todos gloriosamente borrachos, todos hermanados por el vino blanco georgiano, declaman poemas de Akhmatova, polemizan sobre el armamentismo, afirman que “el comunismo es una industria que vive de los errores y la imbecilidad de los capitalistas”, brindan por la paz universal, discuten apasionadamente acerca del ajedrez, el jazz, el teatro, descorchan botella tras botella, vituperan contra el control de la policía sobre las fotocopiadoras y las máquinas de escribir eléctricas, herramientas de la disidencia... A las tres de la madrugada, llegan a la conclusión de que “el socialismo con partido único es una calamidad histórica” y, en eso, uno de los científicos farfulla al oído de Barley: “Júrame que de verdad eres un editor, no un agente de tu gobierno, y te confío un secreto militar...” (The Russia House, 1989).

Después de tanta intensidad, el lector necesita un respiro. Le Carré plasma en tres páginas (The Night Manager, 1993) lo que podría ser el sueño de los amantes del buen vino, pero que para Mr Pyne, director nocturno de un gran hotel de Berna, será una señal del destino: se queda accidentalmente encerrado en la bodega del hotel, dieciseis horas en la oscuridad, en compañía de los Château Petrus 1961 a 4 500 francos suizos la botella, los Mouton Rothschild 1945 a 10 000 francos suizos... A Mr Pyne ni siquiera se le ocurre descorchar uno de esos tesoros; sobrio y disciplinado, aprovecha esas horas para revisar su vida, y decide que si sale vivo de la bodega se comprará un barco para dar la vuelta al mundo en solitario. Una vez rescatado, se verá obligado a actuar como agente encubierto en Las Bahamas, montando toda una tramoya en el Bar de Mama Low, frecuentado por turistas VIP que llegan en sus yates para asistir a unas famosas carreras de cangrejos, mientras se toman a sorbitos el infaltable punch de las islas.

Quizás empalagado después de semejante ejercicio de sofisticación, Le Carré se va al África profunda y se adentra en el mundo de las organizaciones humanitarias internacionales (The Constant Gardener, 2001). El Club de Loki, en Lokichoggio, Sudán, se reduce a un techo de palma, unos leones pintados en las paredes de bahareque, luces amarillas anti-mosquitos, un ventilador. Al ritmo de la música africana, trabajadores humanitarios de los más diversos países se encuentran y se desencuentran, aplacando su sed con cerveza tibia. Algunos caerán víctimas de una maquinación macabra montada por una trasnacional farmacéutica.

En uno de las novelas de Le Carré (The Night Manager, 1993) aparece de refilón un oscuro personaje de nacionalidad venezolana: el abogado Moranti, asesor para el lavado de narcodólares. Quien quita que el escritor británico decida ubicar una próxima trama en Caracas, donde prosperan las conspiraciones y donde pululan agentes de la CIA, del DAS, del G2, guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes, vendedores de armas...

Pero no hay barra para tanto agente...

EUGENIO DIPLOMÁTICO/Oscar Hernández Bernalette

A pesar de haber coincidido con Eugenio Montejo en muchas ocasiones entre los ascensores del Ministerio de Relaciones Exteriores aquí en Caracas, poco nos tratamos. Mi verdadero encuentro con el poeta fue breve y formal. Fue, sino me equivoco en el año 2003 mientras me desempeñaba como Director General en la Cancillería. Mi buen amigo Armando Rojas Sardi, Embajador y poeta quien lo conocía bien pues juntos sirvieron en Lisboa por allá en los 90 me pidió, con conocimiento de su trayectoria y capacidad, que intercediera para que lo designaran de nuevo al frente de una agregaduría cultural en Europa. Creo que Eugenio aspiraba a Madrid lo cual dentro de la lógica burocrática tenía sentido además de permitirnos tener el privilegio de contar con alguien de su nivel intelectual en una de nuestras principales Embajadas. Me visitó y nuestro encuentro fue breve, realmente me sentí honrado de tener la posibilidad de poder interceder por una justa solicitud de alguien de su prestigio como escritor y poeta. Recuerdo haber leído por esos días en una página de El País de España un excelente reportaje sobre el autor y su obra. En el breve contacto me dio muestras de su amabilidad y sutileza. Me obsequio uno de sus poemarios.

Como se lo prometí hice las gestiones al más alto nivel para proponerlo sobre todo convencido que para Venezuela seria un orgullo que fuera una vez más uno de nuestros representantes culturales en el exterior. Mi gestión fue corta. Una única pregunta cerró el camino. ¿El funcionario firmo? Sé que al poco tiempo pidió su jubilación.

Seguramente en los espacios que hoy recorre lo premian por la maravillosa firma de sus poemas que a tantos espíritus reconfortó.

sábado, 14 de junio de 2008

ORFEO, LO QUE DE ÉL QUEDA/ Ibsen Martínez

(EN TORNO A UN POEMA DE EUGENIO MONTEJO/Ibsen Martínez)

1.-


El mito de Orfeo, tan frecuentado y enigmático, le sugirió una vez a Montejo un poema que yo, en lugar de asociarlo con Rilke o con el sesudo y bien averiguado ensayo de Ivan Linforth, tan caro a los junguianos, invariablemente asocio con Thelonius Monk y con Dinu Lipati y con Bud Powell y –les juro que no es una "boutade" de aficionado al jazz latino–, también con "Chano" Pozo.

La cosa funciona en los dos sentidos: puedo estar escuchando, por ejemplo, " Pannonica" de Monk, o "Celia" de Bud Powell, o la "Partita #1 " de Bach por Lipati, u "Only Child" de Bill Evans o las "suites francesas" de Bach por Glenn Gould y me da – whisky y neuroreceptores mediante- por trastear con la "Antología de la Poesía Hispanoamericana Moderna", compuesta por Guillermo Sucre, hasta dar con el poema de Montejo. O bien voy del poema al estante de los discos compactos.

El único de esos mis intérpretes favoritos, muertos todos en plena juventud, pero que siguen haciendo música –igual que la cabeza de Orfeo, aun cercenada por las Tracias, siguió cantando mientras flotaba a la deriva en el Hebro hasta encallar con todo y lira en la isla de Lesbos–, y que no fue pianista es "Chano" Pozo. Tratar de explicar esa excepción me derrota por completo.

La cosa se manifiesta tal como se las cuento: me tomo un par de tragos al final de la jornada y me da por escuchar, pongamos por caso, temas y temas de Bill Evans. Siempre llega un momento, en que al borde del "bueno, ya estuvo suave: ¡ a dormir!", me da por pensar en mi hermano muerto prematuramente –también él pianista–y en el poema de Montejo del que, sin ayuda de la Antología, sólo puedo recordar el primer verso :

" Orfeo, lo que de él queda ( si queda)."

Lo comparto enseguida:


2.-


ORFEO

Orfeo, lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál ánima enternece?
Orfeo en la noche, en esta noche
(su lira, su grabador, su cassette),
¿para quién mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?

Solo, son su perfil en mármol, pasa
por entre siglos tronchado y derruido
bajo la estatua rota de la fábula.
Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
a todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.

Muerte y memoria, 1972

3.-


El extraordinario ensayista que fue también Montejo resplandece en su discurso de aceptación del VII "Premio Internacional Octavio Paz".

Hacia el final del mismo, Montejo interroga la idea que cada quien se hace del poeta en los tiempos actuales y de "cuál misión se le supone tácitamente encomendada."

El poeta ofrece algunas respuestas, como la del brasileño Casiano Ricardo, por ejemplo. O la de Mallarmé que, a más de un siglo, no han logrado todavía reducir a tópico. Al cabo, Montejo llama la atencion sobre una que, en sus propias palabras, "cuenta con el prestigio de provenir de la era prehispánica, ya que se debe a los náhuatl. Para ellos, que veneraban las formas de expresión noble y cuidadosa, según afirma Miguel León Portilla, el poeta o narrador, el Tlaquesqui, era aquel que al hablar hace ponerse de pie a las cosas."

No sé si a usted, pero a mí me parece que esa definición náhuatl, le calza cabalmente al poeta que los venezolanos hemos perdido y que pudo escribir, en "Trópico Absoluto", cosas como : "Prefiere tu silencio y déjate rodar, / la teoría de la piedra es la más práctica."

Caracas, junio de 2008

MARILYN, ENTRE BURBUJAS DE CHAMPAÑA /Alberto Rodríguez Barrera

Parecía que no había otra bebida digna de asociarse con ella. Porque desde que apareció en los 1950s, reinó con plenitud hasta más allá del presente en la mente de los muchachos que nos hicimos más hombres, haciéndose pasar por una rubia tonta, frágil e insegura que a todos nos inspiraba la más intensa protección, además de otras inspiraciones no tan protectoras que provenían de la exquisitez de su cuerpo voluptuoso, ansioso por complacer en la fascinación de la inocencia, como es el caso cuando descorchamos con conocimiento de causa y efecto una buena botella de champaña.

Pero antes de llegar a las burbujas que en ella chispeaban en su afán por conquistar el estrellato que la llevó a ser uno de los símbolos sexuales más poderosos que en el mundo ha habido, tuvo que pasar primero por las pruebas preparatorias que se correspondían más con el nivel de la leche materna de la humanidad: la cerveza. Esta es la etapa en que solamente era Norma Jean, una niña que el padre abandonó antes de nacer y que a los 7 años vio a su madre institucionalizada por esquizofrenia paranoica, pasando 3 años como huérfana en casas de adopción y desde los 11 en casa de la mejor amiga de su madre, de donde salió para casarse a los 16 años. Ella dijo que fue abusada y violada desde temprano, pero el marido afirmó que era virgen. Fastidiada en casa con su marido, fantaseaba con un padre como Clark Gable y con escenas seductoras en yates y palacios, y tenía un sueño recurrente donde se quitaba la ropa en la iglesia y todos admiraban su esplendor desnudo. Cuando el marido se fue a la guerra y quedó sola en 1944, fue descubierta -quizás tras un cervecita, como es lo usual- por un fotógrafo, y entre pose y pose ella también descubrió su verdadero amor: la cámara. Se divorció y otro fotógrafo la hizo modelo y la llevó a la 20TH Century Fox, donde emocionó por su extraordinario "impacto carnal". También le dieron un nombre: Marilyn Monroe.

Podría decirse que desde aquí en adelante se inicia la Era de la Champaña, con algunos intermedios de vinos espumantes malosos, donde comienza a emanar su fuerte aura sexual, ya que ella pensaba en sexo todo el tiempo, considerando la perspectiva con cada hombre que conocía, aunque siendo "selectivamente promiscua": sólo tenían que ser "buenos" con ella. Como le gustaban las figuras paternales y Hollywood era un "burdel superpoblado" (ella dixit), buscó ayuda primero con un veterano productor de 70 años, quien le manoseaba los senos mientras ella perfeccionaba el felatorismo, luego pasaron otros viejitos que sabían qué hacer con las inseguridades patéticas, y también otros más recios como Marlon Brando. Algunos la describieron como sexualmente pasiva, que alentaba más el jugueteo provocador que la pasión desatada, falsificando el éxtasis y disfrutando más de la admiración que causaba. Uno de los padres sustitutos le pagó la cirugía plástica en la nariz y la barbilla, y quería casarse con ella, pero ella se conformó con sus primeros triunfos: Asphalt Jungle (1950) y All About Eve (1950). Cuando firmó su primer contrato grande, ya con las burbujas en plena ebullición, dijo: "Ese es el último huevo que tendré que mamar." Aunque no está muy claro una nota que le escribió Albert Einstein: "Con respeto y amor y gracias."

Joe DiMaggio puede considerarse su primer amor-amante-héroe real, recién retirado del beisbol a los 37 años, y con quien se casó en 1954 siendo ya la estrella superbomba rubia debido a los éxitos de 1953: Gentlemen Prefer Blonds y How to Marry a Millionaire. Aquí fue donde apareció su famoso desnudo del calendario, hecho cuando estaba limpia. Al posesivo DiMaggio no le gustaba nada de esa vaina del estrellato. Marilyn partió a la costa este huyendo del estereotipo de la bomba sexy y conoció al dramaturgo Arthur Miller, con quien se casó en 1956. De estos tiempos es el libro de la sirvienta que pintó a Marilyn sola en su cama, hablando todo el día por teléfono, tomando champaña, mirándose desnuda en el espejo y pedorreando, mientras Miller escribía en su estudio. Dos abortos deprimieron a Marilyn, llenándola de barbitúricos.

The Misfits, con la colaboración de Miller, se filmó en 1960. Se divorciaron el mismo día que John F- Kennedy fue juramentado como presidente. Sola y con 35 años, se rejuntó con Yves Montand, coprotagonista de Let´s Make Love (1960). Otro amante la hacía dormir con sus manos. Con su chofer y con su masajista se perdía en las noches saltando de barra en barra. Di Maggio pasaba algunas noches con ella, al igual que su viejo amante Frank Sinatra, quien le presentó a los Kennedy. Después de varios encuentros secretos con John en casas, hoteles y el avión presidencial, se mudó a Los Angeles "porque era mejor que estar esperando en hoteles" para que él apareciera. Marilyn ya era muy difícil de manejar cuando le cantó a John el Cumpleaños Feliz en el Madison Square Garden; y entonces se la pasó a su hermano Robert, quien luego dejó de atender sus llamadas; ella habló de echar el pitazo sobre él en una rueda de prensa, él cambió el número de teléfono.

A propósito: todo lo anterior es como introductorio a un monólogo teatral que el suscrito, entre sorbo y sorbo de champaña, lleva años tratando de terminar, sin lograrlo, y que comienza justo en los últimos instantes de vida de Marilyn. ¿Suicidio o asesinato? Los estados de ánimo de Marilyn en ese último verano de 1962 iban de la alegría a la desesperación, con pastillas y sesiones psiquiátricas diarias. Había sido despedida de su última película por ausentismo y estaba abatida por su incapacidad de mantener a un hombre, "de llenar las necesidades totales de alguien". Fue encontrada muerta en la mañana del domingo 5 de agosto de 1962. Y ese día y esa noche pasaron muchas cosas raras. Porque la diosa del amor estaba muerta, irónicamente, por falta de amor. Y eso no es digno de la champaña...


domingo, 8 de junio de 2008

ESSEIS BARRAL/ Jason Galarraga



De los bellisímos y bien recordados años de Sabana Grande,allá por 1985 inventamos una exposición que se llamo en principio SEIS BARRAL, el título viene a colación porque no era la famosa casa editora sino que eramos seis pintores que deambulabamos por las barras de Sabana Grande: Rafael Franchesqui, Felipillo Rodríguez, Víctor Antonioni, Pancho Burne, el Chivo Acosta, y qien suscribe esta nota, Jason Galarraga. Exactamente los que asistíamos al no menos famoso Callejón de La Puñalada; el lugar escogido para la exposición era la TASCA GIBUS en pleno callejón y que a la epoca era regentada por unos jóvenes Gallegos, morochos, dicho sea de paso, Jossé y Pablo Dobarro, personajes que además de ser los dueños eran los bartenders, quienes se turnaban la barra día y noche porsupesto, su parecido confundía a los habitués que de por sí estaban confusos etílicamente,ya para este momento solo quedabamos tres pintores para la muestra.El curador de la exposición,fué nuestro recordado amigo Saúl Alvarado Guzmán, y el texto del catalogo estuvo a cargo del tambien muy querido Adriano González León, quien cuando el curador (Saul Alvarado), le comunica que debe escribir el texto del catálogo de exposición le contesta- bueno ¿ y que voy a escribir Yo, que ni siquiera he visto un cuadro de la exposición? (los cuales no existían y creo que no existieron jamás). A la pregunta, Saúl le contesta a Adriano,-pero bueno tu no conoces los payasos y las figures de Franchesqui, que se parecen a las de Picasso, las caritas de Antonioni,como las de Modigliani, las rayas de Jason como las de Hartung, los personajes y las barras de Felipillo como Gauguin, - y así le describe el resto de los Pintores - ¡! allí tienes el tema…!!

Así, Adriano escribió el texto, el cual se editó en un tríptico que quien les cuenta esta nota lo diseño y aparece como ilustración de este articulo, que es un dibujo a tres manos donde aparece el circuito de barras de Sabana Grande. Para ese momento sólo quedábamos para la exposición tres pintores, por eso Adriano cambio el título del texto que en principio fue SEIS BARRAL, por “Paisaje con Tres Pintores y Lluvia”

ANTONIONI, JASON Y FRANCESQUI

Son tres caballeros de la noche que

deambulan por las transversales de Sabana

Grande. Siempre llevan a la espalda

lienzos, cartulinas y carpetas. En el pecho,

por supuesto, un corazón propio para las

locuras del mundo. Y entre pecho y

espalda algunos vinos que ayudan a la

imaginación.En cierta barra pintan.

En otra cantan. En una tercera hacen las

necesarias exploraciones del sueño.

Al final de la travesía, Antonioni tiene

reunidas varia figuras mágicas, un

resplandor, un tenue juego de sombras y

secretos que insinúa en ajustadas

composiciones atmosféricas, como si

hubiera llovido y los pájaros se hubiesen

escondido entre las telas.

Jason ha depurado sus manchas, finos

Contactos, evanescentes presencias de la

Línea y el trazo, todo como sin querer

Queriéndolo, en una suerte de alquimia

Celeste que mezcla el reposo de los

Ángeles con restos dorados y grises de la

Lluvia que dejó de caer.

Franceschi debe haber concluido sus

payasos, sus pájaros orientales y sus figuras

enredadas en una especie de red maritima

y trepadora de jardín antiguo. Hay trazos

donde el grafismo nervioso es suavizado

por una concepción poética de hilos

entretejidos, maravillosa textura simulada

para el ojo del espectador y tela de araña

que después de la lluvia,apresa el

encanto de flores extraviadas.

No se si todo esto es lo que exiben

hoy. Saúl Alvarado Guzmán me habló

desde lejos de esta aventura.Si mis palabras

no coinciden con la muestra, no importa.Se

las dejo como programa.Y ya nos

encontraremos los cinco por esas transversales

de Sabana Grande, para celebrar los resultados.

A la espalda, otros papeles y otros lienzos.

En el pecho, el mismo corazón. Y entre pecho

y espalda, todos los vinos del mudo que

pregonan la amistad.

Adriano González León.

Ahora lo simpático de este cuento es el comentario de Adriano, cada vez que nos encotrábamos años después por los predios de Las Mercedes, siempre referia aquella exposición que nunca se hizo, además que esta exposición que no existió era un hito en las exposiciones de pintura en Venezuela, porque uno siempre se quejaba al ver la exposición que “nunca estaba listo el catálogo” aquí sucedió lo contrario el catálogo existió como tal, pero la exposición nunca pasó..

Jason galarraga.

jasongalarraga@gmail.com

sábado, 7 de junio de 2008

UN RÍO QUE COMIENZA A PASAR/ Silvio Orta

En un temprano poema suyo, “Elegía a la muerte de mi hermano Ricardo”, recogido en el libro Élegos (1967), Eugenio Montejo describe el cuadro de la dolida familia cercando el cadáver:

Todos éramos piedras y mirábamos

un río que comenzaba a pasar”.

Anoche, cuando Oswaldo Acevedo y, algo más tarde, José Malavé, ambos poetas en el amor por Montejo, me dijeron de la desaparición de Eugenio, se me vino entero, íntegro, el recuerdo de la última mañana en que estuve junto a su bondad, tocado por sus corteses maneras, saludado por su suave voz, admitido en su alta amistad.

De vuelta a casa, busqué su Terredad (1978) y me detuve en “La terredad de un pájaro”. El poema se me vino como venido del cielo y comprendí mejor que

La terredad de un pájaro es su canto,

lo que en su pecho vuelve al mundo

con los ecos de un coro invisible

desde un bosque ya muerto.

Su terredad es el sueño de encontrarse

en los ausentes,

de repetir hasta el final la melodía

mientras crucen abiertas los aires

sus alas pasajeras;

aunque no sepa a quién le canta

ni por qué,

ni si podrás escucharse en otros algún día

como cada minuto quiso ser:

más inocente.

Desde que nace nada ya lo aparta

de su deber terrestre;

trabaja al sol, procrea, busca sus migas

y es sólo su voz que lo defiende,

porque en el tiempo no es un pájaro

sino un rayo en la noche de su especie,

una persecución sin tregua de la vida

para que el canto permanezca”.

Para que el canto permanezca no estamos solos. Ahora Eugenio está para siempre con nosotros. Eugenio, en esta hora de su muerte, es el río que comienza a pasar.

Cumaná, madrugada del 7 de junio de 2008

viernes, 6 de junio de 2008

CREO EN LA VIDA BAJO LA FORMA TERRESTRE/Eugenio Montejo

Creo en la vida bajo la forma
terrestre,
tangible, vagamente redonda,
menos esférica en sus polos,

por todas partes llena de horizontes


Creo en las nubes, en sus páginas
nitidamente escritas,
y en los árboles, sobre todo en el otoño
(A veces creo que soy un árbol)

Creo en la vida como terredad,
como gracia o desgracia.
- Mi mayor deseo fue nacer,
y cada vez aumenta

Creo en la duda agónica de Dios,
es decir, creo que no creo,
aunque de noche, solo,
interrogo a las piedras,
pero no soy ateo de nada
salvo la muerte

DURA MENOS UN HOMBRE QUE UNA VELA...

Dura menos un hombre que una vela

pero la tierra prefiere su lumbre
para seguir el paso de los astros.
Dura menos que un árbol,
que una piedra,
se anochece ante el viento más leve,
con un soplo se apaga.
Dura menos un pájaro,
que un pez fuera del agua,
casi no tiene tiempo de nacer,
da unas vueltas al sol y se borra
entre las sombras de las horas
hasta que sus huesos en el polvo
se mezclan con el viento,
y sin embargo, cuando parte
siempre deja la tierra más clara.
Eugenio Montejo

Los restos del poeta Eugenio Montejo están siendo velados en la capilla Gran Salón de la Funeraria Abadía Imperial, en la avenida Bolívar de Valencia (Carabobo), y serán sepultados mañana sábado 7 de junio a las 9 de la mañana en el Cementerio Jardines del Recuerdo.


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