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miércoles, 3 de noviembre de 2010

MILAGROS / Raúl Fuentes

En estos tiempos de merienda bolivariana, whisky caro y cerveza tibia, cuando el béisbol nacional ha devenido en ordinariez suprema, los poetas versifican sobre perros sucios fornicando en la Plaza Mayor y el vocabulario de las muchachas podría espantar por su procacidad a verduleras y prostitutas, la gente no espera milagros y, sin embargo, yo puedo dar fe de uno acaecido hace pocas semanas en una estación del metro de Caracas. Y aunque el portento se produjo en hora pico, no conmovió a la muchedumbre que pugnaba por emerger a la superficie, escapando del creciente malestar que caracteriza ahora a nuestro sistema subterráneo de desplazamiento urbano.

Desde su silla de ruedas, apostada en el tope de la escalera, un informal discapacitado pregonaba su mercancía, “tres por diez, aproveche, tres por diez”, tratando de colocarla entre el apresurado público. De pronto, un robusto zagaletón, cruza punk de basketbolista y rapero, se acercó al infortunado buhonero, no para adquirir lo que éste ofertaba, sino para arrebatarle la mercancía y el dinero producto de las ventas.

Con el botín a buen resguardo, el delincuente se dio a la fuga, emprendiendo más que una carrera una especie de trote displicente, total el impedido nada puede hacer, se iba diciendo a sí mismo. No contaba con la milagrosa reacción del lisiado quien, exhalación divina, saltó de la silla y a toda velocidad fue tras su agresor. Sí le dio o no alcance es asunto ajeno al prodigio que relato: un milagro, un auténtico milagro en el metro, precisamente ahora que la iglesia parece estar en la picota revolucionaria y es blanco de choteo miraflorino.

En medio de la estupefacción recordé otro ostento ocurrido años atrás en los predios de la República del Este. Por aquel entonces, Pepe Luís Garrido, para consuelo de limpios de vocación y pela bolas por convicción, solía enfrentar la escasez con una esperanzadora frase: “Dios proveerá”. Y lo cierto es que tal invocación producía pequeños milagros. Fui testigo de uno ocurrido en la desaparecida cervecería Lara.

Al filo de la media noche, un grupo de impecunes crónicos bebía sin orden ni concierto ni medida ni fondos; Pepe Luís y Caupolicán Ovalles, entonces Presidente de la República, discutían la cuestión presupuestaria y buscaban una salida para enfrentar la inevitable y dolorosa factura acumulada por el abundante e irresponsable trasiego*. Pepe, fiel a su prédica, intentaba mitigar la creciente preocupación de un incrédulo y resignado Caupo. Entonces se produjo el maravilloso acontecimiento.

Ya habían cerrado la entrada y, entre bostezos y miradas de arrechera, los mesoneros recogían manteles y apagaban luces. De pronto se oyeron golpes a la puerta, con tal instancia que no hubo más remedio que atender el reclamo.

Uno de los mesoneros abrió la puerta y por allí entro el que llamaban Polifónico. Todo un personaje de la época y del boulevard. Venía como emisario de Pancho Massiani y Baíca Dávalos quienes, en un decadente bar de ficheras de la cercanía, estaban en iguales condiciones que nuestro grupo y se les había ocurrido enviar a un emisario para que hiciese una colecta por los bebederos del vecindario, La cervecería Lara era la última parada del Polífónico. Una vez que hubo explicado el motivo de su comparecencia, Caupolícán quiso saber cuánto había reunido, trescientos y tantos bolívares, y pidió que se le mostrara el dinero. Entonces sobrevino un milagroso arrebatón.

Por la autoridad que me confiere mi alta investidura y en nombre de mis súbditos aquí presentes, procedo a expropiar este mal habido dinero, Así más o menos se expresó Caupolícán para sorpresa y estupor del Polifónico, quien, además, fue aventado de allí por órdenes expresas del primer magistrado.

Pudimos pagar la cuenta gracias a esa precursora expropiación que puso de bulto el autoritarismo del poeta de Copa de huesos y allanó el camino para su derrocamiento. Pero eso es otra historia. En cuanto a Pancho, Baica y el polifónico, fueron salvados, Deus ex machina, por Marcelino y Juancho Madriz que aquella noche andaban de putas. Dios proveyó, sentenció Pepe, y agregó: los milagros ocurren, pero uno tiene que poner su parte. Eran otros tiempos: la merienda era de negros, el whisky barato y la cerveza siempre estaba fría; las muchachas no decían malas palabras, el béisbol no era una caimanera y los poetas hablaban de miradas mágicas.

*El punto y coma de este párrafo es para Gustavo Méndez. El sabe por qué.

martes, 2 de septiembre de 2008

MARCELINO MADRID/Gonzalo Fragui

Marcelino Madrid tenía una casa en Choroní y una noche, un poco tarde, Enver Cordido fue a visitarlo.

Toca la puerta y Marcelino dice desde dentro:

- Aquí está el general Pechoepavo, Conquistador de muchos territorios, allá ¿quién?

- Es Enver.

- Cuál Enver.

- Pues Enver Cordido.

- Diga la contraseña, compañero.

- Coño, Marcelino, déjese de vainas y abra la puerta de una vez.

- Lo siento, compañero, si no dice la contraseña no lo puedo dejar entrar.

- Pero, es que yo no sé de qué contraseña me hablas.

- Contraseña o nada.

- Marcelino, yo sólo vengo con una botella de whisky y quería tomármela contigo…

Se abre la puerta de golpe y aparece Marcelino:

- Contraseña correcta, compañero

domingo, 27 de julio de 2008

ACADEMIA DEL RATÓN

El ratón es el único instrumento científico que nos permite comprobar la ley de las compensaciones.

Todas las osadías, todas los atrevimientos, todas las fierezas, de la noche anterior se compensan con todos los miedos, todos los arrepentimientos y todas las culpas, de la mañana siguiente. (Gonzalo Fragui )


SEGÚN ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN

"La sociología del ratón registra ciertos problemas de carácter comunicacional y de rango. En los baños turcos hay una clara división de clases que el calor de la sauna y los vapores no pueden ocultar. De un lado los gimnastas, los deportistas en general, que miran con infinito desprecio a los enratonados quejosos y adoloridos, pidiendo a gritos una frescolita con limón."

SEGÚN MARCELINO MADRID
"Según mi experiencia, el bebedor siempre se despierta antes que el ratón. Exactamente le lleva
de ventaja cuarenta y cinco minutos. En ese breve lapso hay que aprovechar para yugularlo. El Jobo Pimentel decía: “No hay ratón que aguante dos rones”. Una vez que hemos ganado esa ventaja nos dedicamos a consentirlo, manejarlo y convertirlo en el camino de la caña nueva.”


SEGÚN ORLANDO ARAUJO

“Señor, si con mi licor te ofendo,

Con el ratón tu me quedas debiendo”

AA.

“La vida es fea y huraña ,

Pero es más fea sin caña”

Platón

"El ratón metafísico es un domingo a media noche cuando el tiempo del lunes, comenzando en la alta madrugada, nos sorprende despiertos. Se le viene a uno encima el cuento de la vida, del poema no escrito, del dolor que causamos, del amor que asesinamos, del viaje que no hicimos y de la gota lenta, irreversible, indetenible, filtrando el agua que nos queda. Y uno se va acurrucando debajo de la sábana y no se mueve uno, reducido a sustraendo, a un feto que busca su lugar de origen, cargando con todos los pecados del mundo, culpable de un crimen desconocido, íngrimo y solo hasta que canta un gallo."

Fragmentos tomados del magnífico libro Ebriedades de Gonzalo Fragui, Cooperativa Librería Ifigenia, Mérida, Venezuela 2008

miércoles, 19 de marzo de 2008

CORAZÓN PARTÍO...LEJOS DE LA FRONTERA/ Gustavo Méndez


La Semana Santa, por ella misma, no propicia la actividad tabernaria. La temporada aconseja recogimiento, espiritualidad, y no se si la templanza obedezca a algún plan divino, pero unida a la severidad de la moderna ‘Ley Seca’ —que si es plan humano— nos lleva, una con otra, al propio desierto.

Para los piadosos de este lado del mundo las bebidas alcohólicas no son caldos demoníacos, ni mucho menos, como si lo son para nuestros socios musulmanes. Lo que propiamente los cristianos están llamados a evitar es la embriaguez y sus efectos: no deben permitir que sus cuerpos sean “dominados” por cualquier cosa. Según cuentan Juan y Mateo, Jesús convirtió el agua en vino y, probablemente, lo consumía con alguna frecuencia. Pero, concedo, sería extremadamente difícil para cualquier cristiano decir que está bebiendo alcohol para la gloria de Dios.

Los caraqueños evitan ese desierto alejándose. Los pudientes se van a Miami, a Margarita, a las islas del Caribe … y así. Los pocos que nos quedamos tenemos varias opciones, casi todas bajo predominante cielo abierto y aire libre, lejos de la cálida placenta de las barras. En los 50’s, los viejos caraqueños solían ir a los llanos más cercanos (norte de Guárico, sur de Aragua) a impostar partidas de caza. Paco Vera, Marcelino Madriz, Oscar Palacios Herrera o Miguel Otero Silva se dejaban guiar por anfitriones y baquianos como los Escobares de San Sebastián de los Reyes, en prolijas incursiones donde las piezas cobradas eran menos tigres y venados que botellas escocesas. Por cierto que don Paco nos aclaró uno de estos días que ‘baquiano’ no es quien es experto en Baco, sino quien tiene “conocimiento práctico de los accidentes geográficos de una región” (del castizo ‘baquía’).

En estos finales de Cuaresma, suelen acometerse actividades gastronómicas equívocas. En Guayana y en los Llanos, acontece una de las prácticas más canallescas de la culinaria venezolana. Se perpetra el PASTEL DE MORROCOY, esa especie de guiso del quelonio alojado en su propia concha, rodeado de una especie de polenta. El morrocoy no sólo está en peligro de extinción, sino que su carne es ásperamente fibrosa. Sin la polenta, no es nada. El mismo pastel, con carne de pollo o de conejo, puede llegar a lo glorioso. Para cerciorarse, pruebe usted el “Falso Pastel de Morrocoy” elaborado con carne de aquellos animalejos en los fogones de Luis Alberto Méndez, en San Carlos.

Nunca he sabido, por otra parte, porqué ese inofensivo roedor llamado CHIGÜIRE es sistemáticamente sacrificado para ser consumido estos días de proscripción de la carne roja, como si pescado fuese. Supongo que sea por algún falaz razonamiento analógico que interpreta que como peces y chigüires suelen pasar mucho tiempo en el agua son similarmente aptos para el consumo ritual, sin transgredir la prohibición. Parece ser que fue el Padre Sojo, aquel pariente cercano de Bolívar, quien regresó de Roma con una dispensa papal que autorizaba la matanza y consumo ritual del gran roedor. Flaco favor que le hizo con esta incorporación al mundo de lo sagrado. Don LUIS EUSEBIO, mi padre, se quejaba de la sinrazón, dejando oír a los muchachos que queríamos oírlo esta parábola invertida: “En una gran creciente, un chigüire logró salvarse asentando sus patas en una piedra sobresaliente. Desde allí, trató de salvar a un pobre pez. ¡Cuál no sería su sorpresa al observar que el pez para nada le agradecía el favor!”

Hay más equívocos. Días atrás oí a una joven conductora de un programa de radio afirmar que la PARCHITA era afrodisíaca. Será porque uno de sus innumerables nombres es ‘pasionaria’ o ‘fruta de la pasión’. Pero en este caso es PASIÓN (así, con mayúscula) porque para algunos su flor contiene los elementos que se usaron en la Crucifixión: los clavos, el martillo, la cruz. Ese AMOR que llevó a algún poeta anónimo a escribir el perfecto soneto que termina con los tercetos que copio, tan bueno, tan bueno, que mucha gente ―incluido mi profesor en bachillerato― lo atribuye a esa gran Pasionaria que fue Santa Teresa de Ávila:

Muévenme en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

En fin, si no resuelven asistir a ese “predominio de morado, de incienso y de genuflexión” que es la procesión del Nazareno, si no se suman a ese aguacero de plegarias que asorda la Puerta Mayor”, tómense a la salud o por el recuerdo de los grandes hombres que nombré, un daiquiri, o mejor, una guarapita de parchita … para encender las pasiones. Con mayúscula o sin ella. Eso sí: no consuman morrocoy. ¡Salud!

viernes, 11 de enero de 2008

MARCELINO TENIA UNA GATA/ Tulio Monsalve

Era el tiempo donde el Paraíso aún mantenía algunos privilegios. No todos le habían sido cancelados. Era por tanto casi celestial. Clima suave y benigno y plácido, con fácil acceso, avenidas anchas, casas que denotaban un pasado de la posible real grandeza de esa buena burguesía criolla que allí había vivido. En una de esas sendas conocí a Marcelino Madrid. Lo encontré, por feliz mediación de una de una amiga a quien él llamaba Juanita. Ella vivía en un lugar, muy particular, su casa estaba al final de la Avenida La Paz.

Para alcanzar el paraje le di la espalda al Barrio La Vega y tomé el camino hacia el norte. Crucé el Puente que nos salva del río. Allí torcí, a la izquierda y ascendí por un estrecho callejón. Este conectaba con una calle ciega, que montaba hacia a una pequeña colina. La ruta desembocaba a una redoma que hacia las veces de parque. Espacio rodeado por un conjunto de casas que simulaba una variedad de plaza con muchas árboles. Esfera que hacia las veces de una glorieta comunal. Su perímetro lo constituían un grupo de casas, todas abiertas hacia el parque, iluminadas de forma tal que animaban a que en ellas hiciéramos entrada. Así lo hice, fui recibido con un franco y criolla saludo de bienvenida. Era Caracas, al inicio del año mil novecientos sesenta y uno.

Antes de ese día, solo conocía a Marcelino por diversas referencias, que decían de la fama de sus cuentos y estupendas ocurrencias que hacían ruborizar y correr a las señoronas o quienes pretendían ir en ese camino. Modo hipócrita de ser que fija distancia con la noble y franca inteligencia, de aquellos que hacen de la tropelía del lenguaje un verdadero arte del humor del que mas necesita como el vino nuestro espíritu.

Inolvidable ese momento. Con no poca turbación me topé, en la sala de la casa, allí estaba la ronda de quienes, entre amedrentados, pero atentísimos, escuchaban una de sus acertijos vitales. Con palabras del uso coloquial, pero dadas a volar con un tono muy de gente de la vieja estirpe caraqueña, eso sí, manejadas, con grande y harta precisión, deleitaba, acompañando la letra de su anécdota, con una mímica que hacían aun mas graciosas y notables sus expresiones. Era un bardo que hacia compases de su vida con giros de profunda simpatía que sin ninguna usura departía con aquellos, a quienes en ese momento encantaba.

La tesis que defendía, con luterana seriedad y por la cual fácilmente hubiera apostado sus entrañas, de puro convencido que se mostraba, por cuanto, aunque se lo propusiera, él nunca podría, llegar a trastocar la franquicia de su masculinidad. Sus bien probados ojos clínicos, de color verde, y su pupila a veces mas dilatadas que lo normal, habían mirado, digo observado, digo revisado y puesto todos sentido en el trance. Haciendo una familia en esta tarea de observación, y para asegurar, la seriedad de su juicio médico profesional, usaba de complemento, con la precisión y sapiencia de Hipócrates de Cos, sus manos. Esas, en las que ahora, en una, habitaba un vaso de buen escoces y en la otra la colilla de un cigarrillo Gaulois en vías de morir. Sus manos, recalcaba, que ese día, por lo menos, se las habían visto, “cara a cara”, con no menos de treinta palomas, pijas, vérgas, penes, de diverso color y forma; las había auscultado, bajo los mas puros cánones de la medicina mas clásica de la que había aprendido de su maestro el Dr. Pepe Izquierdo en la pontificia Universidad de Caracas. Demostraba que tenía títulos y conocimiento mas que probados para diagnosticar, con mucho acierto, si los aparatos reproductores de esos jóvenes conscriptos, tenían o no prepucio que las encapuchara, boina que las limitara o tejido sobrante que les impidiera el cumplimiento de los inobjetables fines propios y naturales de su sexualidad. Amén de determinar, entre otros datos bío-antropométricos, si el tamaño era el esperado por las tablas médicas y así prescribír y calificar si se los tenia por normales o lo contrario. Tarea sin duda seria, comprometida y exigente.

Hizo una pausa, grave, dramática por cierto, para rematar diciendo, que daba fe que aquello jóvenes aspirantes a soldados, a pesar de sus notables dotaciones, jamás le promovieron la menor tentación. El menor interés. No estaba allí su vocación. Muy al contrario. Podía, según su predica, tenerse por un macho, por cuantos las tentaciones jamás lo vencieron, rematando que ante tales severas instigaciones, él sí se podría tener por macho probado. La risa fue general y las reacciones diversas, al preguntar a la concurrencia si alguien allí podría tener pruebas de tanto valor, o parecidas a las que él poseía.

Aprovechando el ánimo de la ya ganada audiencia, comentaba, que eso no era todo, por cuanto, en la tarde tuvo que cumplir la parte mas compleja de su actividad profesional, pues aquellos soldados que en la mañana, determinó, que quienes poseían esa impertinente cobertura en el prepucio, se les debían eliminar, sin la menor tardanza, pues, este era realmente el fin que perseguían sus menesteres médicos. Operaba y erradicaba piel a cuantos podía.

Pausa al trago y al cigarro…. Quizás buscaba memorizar algún detalle, para continuar diciendo, que su oficio tenía, aunque no se creyera, muchos peligros y amenazas, en esa cátedra médica prepucial que cumplía, con el rigor de un cadete prusiano, de lunes a viernes. Revela, que en su dedicada y proverbial práctica como galeno, solía estar acompañado de un testigo, que con el rigor de un Holmes observaba y valoraba cada uno de sus movimientos: era una gata que se llamaba Felicia.

A prudente distancia y dotada de una inmensa paciencia y terrible capacidad para la espera, eso si muy concentrada en lo que sucedía, la gata, sólo aguardaba que alguno de los tejidos sobrantes, objeto de las operaciones -que pactaban la fatalidad- le fuera dispuesto.

Así sucedía. En cada jornada, ella, obtenía su recompensa, por el silencioso y profesional acompañamiento, tanto como por su función cómo testigo, al acto de decapitación. Lo jodido era la vuelta el día Lunes al consultorio, ya que el cese del premio diario, causado por el asueto del Sábado y el Domingo, generaba un síndrome de terrible abstinencia en Felicia. El Lunes, al ver entrar a Don Marce al Consultorio, le lanzaba, un ataque directo, con garfañon incluido, a la paloma de quién, de no saberse cuidar, torear y escudar con sagacidad sus partes, podría haber perdido o sufrido daños irreversibles en el saliente de su entrepierna. Sin duda que su oficio tenía sus riesgos.

Sigamos contando y no olvidemos que lo único creíble de la vida es el cuento …

lunes, 7 de enero de 2008

MARCELINO (Fragmento)/ Federico Vegas

Que bueno que te gustó.
Va a salir en un libro de cuentos hacia marzo. Yo escogería un fragmento (no todo porque acabamos la emoción de la publicación), el que tu quieras, y lo colocaría invitando a los amigos de la barra a compartir los recuerdos que tengan de Marcelino.
fv


II

Siempre que cruzábamos juntos la ciudad lo hacíamos con una elegante parsimonia: nunca sobrepasamos los sesenta kilómetros por hora. Desde su Toyota azul cobalto el tiempo y la ciudad se estiraban. Éramos legítimos dueños de las calles, inspectores que paseaban revisando la sensualidad de las curvas y la franqueza de las rectas, el reposo de los árboles y la frescura de la noche; príncipes que se exhibían en una serenísima carroza de carnaval, generales avanzando por el campo de batalla en un tanque de guerra, armadores griegos en un carguero con tesoros en las bodegas; insultados por quienes nos adelantaban a toda prisa, celebrados por los pocos que aceptaban la nobleza de nuestra parsimonia.
Recuerdo una noche que fuimos a la Peña Tanguera. Allí Marcelino se había enamorado de una bailarina argentina con nombre de torta criolla: La Bejarano. Apenas conocerla, a La Bejarano le dio una lechina furibunda que le cubrió hasta la palma de las manos y el blanco de los ojos. Marcelino se la llevó a su casita en Altamira para cuidarla. Todas las tardes la embadurnaba de caladril con almidón y vigilaba que no se rascara las ronchas: no le podían quedar marcas a una mujer que vivía de presentarse ante su público más desnuda y depilada que una lagartija. La noche que lo acompañé, Marcelino soltó en la barra del bar una sentencia de despecho:
—Necesitamos novias que nos comprendan, amantes que nos distraigan y esposas que nos mantengan.
Pero él venía de mantener, comprender y divertir a una mujer con fama de ingrata y fugaz.
—Es que tenía algo de Venus y Pinocho —le escuchamos decir con melancolía, añorando a la despampanante y narizona Bejarano, quien ya estaba en franca recuperación y enredada en otras seducciones. En el despecho de esa última sentencia nos revelaba la última carta que quiso jugar con la infiel Bejarano: una amistad duradera y sin ataduras en la cual predominara la lealtad y algunos fragores libres de culpa y compromiso.
Cuando salimos del local a las cuatro de la mañana, apenas tomó el volante de su camioneta, Marcelino me anunció:
—Me gusta sentir el vértigo de la seguridad.
Y no habló más, tenía mucho en que pensar. Esa madrugada iniciamos uno de los viajes más lentos que recuerdo: acompañados por un concierto de Brahms hicimos tres cuartos de hora entre Bello Monte y Altamira. Yo soñaba con tener una máquina tan fiera como aquella camioneta, capaz de llevarlo a uno al corazón de la Gran Sabana, a los carnavales del Callao, a las orillas del Ventuari. Le pregunté cuánto le había costado y me respondió:
—Bien poco para todo lo que cabe. Aquí entran mi compadre Paco Vera, cinco putas y un arpa.
Cuando íbamos a Caruao arrancábamos escuchando a Piazzolla y, al pasar Punta de Mulatos, le tocaba el turno a Janis Joplin. Ella nos acompañaba con su vigorosa melancolía a lo largo de la costa mientras el amanecer iba reverberando en el mar.
A partir de Los Caracas la carretera subía y bajaba por la Cordillera de la Costa. Nos elevábamos dando curvas por los cerros hasta divisar las playas salvajes de Todasana y La Sabana, para luego descender en picada y atravesar las quebradas que bajan de la montaña. Esos pasos del sol pleno y las brisas despejadas a sombras húmedas y profundas se prestaban a una creciente variedad de temas y estados de ánimo, lo que hacía de la travesía un drenaje a los líos de mi atropellada adolescencia. Me sentía seguro con mi guía, quien siempre me entregaba el volante a mitad de camino.
Marcelino conocía de su camioneta hasta esas manías y malcriadeces casi humanas que tienen los motores y las cajas de cambio. Una vez nos agarró un aguacero desde que pasamos por Naiguatá, y al llegar a Guayabal encontramos el río desbordado. La carretera de tierra se había convertido en un lodazal con crestas y remolinos. Varias camionetas se habían quedado pegadas tratando de esquivar aquel formidable pantano. Marcelino examinó la situación desde su puesto de copiloto y, con la expresión de un caimán que despierta de su siesta, me dio una sola recomendación:
—Mujer y barrial por el centro.
Y la toyota azul cabalgó sobre las aguas turbias con rugidos gástricos de nave a vapor, y una estela sepia señaló la ruta a los timoratos que desistían antes del primer intento.

viernes, 23 de noviembre de 2007

QUÍTATE DE LA VÍA, PERICO/ CRÓNICAS BARSIANAS de Raúl Fuentes

No puedo precisar en boca de quién escuché por vez primera la expresión Salvador con el arpa. Tal vez se la oí a Alfredo Stelling, noctívago contumaz, avezado en placer de la libación sin límites y, por tanto, ducho en las búsqueda de medios para prolongar la bebezón hasta el más no poder. O, quizá, la pronunció con el ligero acento mexicano que portaba por los tiempos en que ocurrieron los hechos objeto de estas líneas, otro grande de la noche: el maestro Julián Romero. Grande - enorme, más bien – como persona y como pianista. Fue él, de ello sí tengo certeza, quién me explicó su origen.

Autodidacta antes que académico, Julián mató más de un tigre y participaba de cuanto vente tú le propusieran. Era de la estirpe de La Matica[1] y cargaba consigo un montón de historias y partituras para todos los gustos y en una oportunidad me contó que la frase en cuestión se refería a un arpista que se había presentado en el momento oportuno en el lugar adecuado, una recepción en la cual el grupo musical que se había formada para la ocasión no podía arrancar porque faltaba un intérprete, pero llegó Salvador con el arpa… y se armó la fiesta”.

El asunto es que cada vez que esa frase era pronunciada en los bebederos que frecuentábamos a finales de los 60 y principios de los 70, se sabía que había llegado un pitcher o un dealer. Por eso, cuando una noche en que vestidos de Etiqueta Negra y cabalgando en Caballo Blanco (como Juvenal Herrera según los memorables versos de Miguel Otero Silva) se agotaba el combustible, se escuchó la inigualable voz de Marcelino Madriz decir llegó Salvador con el tren, fue como una anunciación o una epifanía. Aunque lo del tren desconcertaba, lo de Salvador era prometedor. Y no era para menos: había hecho su aparición un viejo ingeniero de ferrocarriles, solterón, medio nefelibata y con más reales que los Reyes Magos.

En honor a la verdad, el ingeniero fue nuestra salvación. Una vez acomodado en nuestra mesa, hizo gala de su generosidad ordenando una botella tras otra hasta que alguien advirtió que nos iba a coger la aurora.La aurora no se coge a nadie, pero si la cuenta”, sentenció Marcelino y, acto seguido, dispuso que nos fuésemos todos a casa del ferroviario para continuar con el jolgorio.

Llegamos a una inmensa casa con mucho de mansión embrujada. Sin embargo, ninguno estaba preparado para lo que nos encontramos una vez traspasada las puertas. La planta baja en su totalidad, incluyendo parte del garaje, albergaba varias vitrinas con locomotoras y vagones a diversas escalas. Aquí y allá había estanterías con libros raros. Había también algunos escaparates que exhibían una colección de dedales y otra de cascos e insignias militares. Pero lo más asombroso eran las vías férreas que rodeaban vitrinas y escaparates y se desplegaban en varias direcciones. La casa era en realidad el aposento de una gigantesca maqueta ferroviaria: un tren escala HO se desplazaba por toda la casa. Subía y bajaba por empinadas cuestas, sorteaba abismos a través de puentes de esbelta ingeniería o se detenía en estaciones y en cruces para dar paso a otros trenes. Todo era controlado desde una central analógica llena de botones, palancas e indicadores diversos. Esta central estaba estratégicamente situada en un espacioso mirador de la planta superior que también era bar: un bar de estación ferroviaria, muy bien surtido por cierto. Tan bien surtido que nos olvidamos del tren y nos dedicamos a admirar la espléndida provisión de whiskies de malta que adornaba sus anaqueles. De la admiración pasamos a la degustación, mientras el ferroviario disertaba sobre maquetas, escalas y comandos. Se había colocado una cachucha de maquinista. Tiraba del cordón de una campana y accionaba una sirena cuyo ulular, a aquella hora tan tardía o tan temprana, debió haber conmovido a la urbanización entera. Nos dijo que los primeros trenes en miniatura funcionaban con un mecanismo de relojería o con locomotoras a vapor y que el primer ferromodelo eléctrico había aparecido a finales del siglo XIX. Nos habló de un fabricante alemán, Marklin, que había producido trenes con muchos detalles, así como señales, estaciones, casas, fogoneros, maquinistas, inspectores, paisajes y otros elementos que conferían extremo realismo a las maquetas. Nos mostró un retrato de Joshua Cowen quien, en 1906, inventó los trenes Lionel que, en realidad, nos dijo, eran de juguete. Aunque parezca mentira, aquella improvisada cátedra tenía cierto interés. Sin embargo, no tardaría en ser abruptamente interrumpida.

En el grupo que conformábamos aquella noche que ya se precipitaba hacia la mañana, se encontraba una suerte de Bartleby circense que, con su atuendo de payaso, había sorprendido a Pepe Luís Garrido un domingo por la mañana en las oficinas de éste (después supimos que tenía varios meses morando en la misma, y al ser conminado a mudarse no dijo prefería no hacerlo, sino que se limitó a exclamar: pero, pana, yo no molesto a nadie). Pues bien, cuando el anfitrión se explayaba sobre las diferencia entre modalismo ferroviario, trenes de juguete y trenes de jardín, así como de las correspondencias entre las escalas N, Z y HO, nuestro morisquetero preguntó: ¿Y el perico…dónde está? Sin muestras visibles de disgusto, el ferroviario se movió hacia una habitación contigua al bar y respondió, señalando una caja fuerte: ahí. El bufón preguntó por la combinación y el guardagujas Indicó que estaba anotada en un papel que guardaba en alguna parte y alcanzó a murmurar: rieles antes de caer rendido por el sueño y el alcohol...

El payaso escribiente emprendió una frenética búsqueda por toda la casa. Reviso el tendido ferroviario palmo a palmo. Casetas, lagunas, puentes, vagones y locomotoras fueron sacudidas sin piedad. Los libros y catálogos que versaban sobre trenes fueron minuciosamente examinados sin resultado alguno. Cuando ya se pensaba que no había donde husmear, alguien con pensamiento lateral dijo que tal vez rieles no era más que una metáfora y propuso una indagación más creativa. A media mañana, hallamos un trozo de papel de arroz con la combinación bellamente caligrafiada en tinta china. El papel, cuidadosamente doblado, estaba dentro del libro IV de las Vidas Paralelas de Plutarco, entre Lúculo y Niceas. Sí, en un volumen encuadernado en piel de becerro, una edición española de 1821 en cuya portada puede leerse: VIDAS PARALELAS DE PLUTARCO TRADUCIDAS DE SU ORIGINAL GRIEGO POR EL Sr. D. Antonio RANZ ROMANILLOS, INDIVIDUO DE NÚMERO DE LAS ACADEMIAS ESPAÑOLA Y DE LA HISTORIA Y CONCILIARIO DE LA NOBLES DE ARTES DE SAN FERNANDO, así todo en mayúsculas doradas. Lo sé porque robé el libro y aún lo conservo. Pero ese es otro cuento. En el que ahora contamos, una vez obtenida la combinación, el payaso de marras abrió la caja fuerte y encontró el perico: una figurilla de cristal con incrustaciones de oro y piedras preciosas montada sobre un deslumbrante huevo de pascua. Todo diseñado y firmado por Peter Carl Fabergé, el joyero de los zares. Una valiosísima joya que, ¡con razón! se guardaba bajo siete llaves. La joya pasó de mano en mano hasta que alguien la colocó sobre la vía férrea. Nos marchamos de allí. Cuando atravesábamos el jardín para salir a la calle, oímos la voz del ingeniero gritar: ¡quítate de la vía, perico, que ahí viene el tren!


[1] La Matica llamaban músicos y peloteros de los años 40 del siglo paso a un lugar de reunión ubicado en las inmediaciones de la primera sede de Radio Continente. En esos años, todas las radioemisoras tenía su propia orquesta y el lugar en cuestión funcionaba como casa de contratación. Allí se le decía a los músicos: oye, vente tú. Tal parece ser el origen de esta expresión que tiene mucho que ver con la de matar un tigre.


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