viernes, 11 de enero de 2008

MARCELINO TENIA UNA GATA/ Tulio Monsalve

Era el tiempo donde el Paraíso aún mantenía algunos privilegios. No todos le habían sido cancelados. Era por tanto casi celestial. Clima suave y benigno y plácido, con fácil acceso, avenidas anchas, casas que denotaban un pasado de la posible real grandeza de esa buena burguesía criolla que allí había vivido. En una de esas sendas conocí a Marcelino Madrid. Lo encontré, por feliz mediación de una de una amiga a quien él llamaba Juanita. Ella vivía en un lugar, muy particular, su casa estaba al final de la Avenida La Paz.

Para alcanzar el paraje le di la espalda al Barrio La Vega y tomé el camino hacia el norte. Crucé el Puente que nos salva del río. Allí torcí, a la izquierda y ascendí por un estrecho callejón. Este conectaba con una calle ciega, que montaba hacia a una pequeña colina. La ruta desembocaba a una redoma que hacia las veces de parque. Espacio rodeado por un conjunto de casas que simulaba una variedad de plaza con muchas árboles. Esfera que hacia las veces de una glorieta comunal. Su perímetro lo constituían un grupo de casas, todas abiertas hacia el parque, iluminadas de forma tal que animaban a que en ellas hiciéramos entrada. Así lo hice, fui recibido con un franco y criolla saludo de bienvenida. Era Caracas, al inicio del año mil novecientos sesenta y uno.

Antes de ese día, solo conocía a Marcelino por diversas referencias, que decían de la fama de sus cuentos y estupendas ocurrencias que hacían ruborizar y correr a las señoronas o quienes pretendían ir en ese camino. Modo hipócrita de ser que fija distancia con la noble y franca inteligencia, de aquellos que hacen de la tropelía del lenguaje un verdadero arte del humor del que mas necesita como el vino nuestro espíritu.

Inolvidable ese momento. Con no poca turbación me topé, en la sala de la casa, allí estaba la ronda de quienes, entre amedrentados, pero atentísimos, escuchaban una de sus acertijos vitales. Con palabras del uso coloquial, pero dadas a volar con un tono muy de gente de la vieja estirpe caraqueña, eso sí, manejadas, con grande y harta precisión, deleitaba, acompañando la letra de su anécdota, con una mímica que hacían aun mas graciosas y notables sus expresiones. Era un bardo que hacia compases de su vida con giros de profunda simpatía que sin ninguna usura departía con aquellos, a quienes en ese momento encantaba.

La tesis que defendía, con luterana seriedad y por la cual fácilmente hubiera apostado sus entrañas, de puro convencido que se mostraba, por cuanto, aunque se lo propusiera, él nunca podría, llegar a trastocar la franquicia de su masculinidad. Sus bien probados ojos clínicos, de color verde, y su pupila a veces mas dilatadas que lo normal, habían mirado, digo observado, digo revisado y puesto todos sentido en el trance. Haciendo una familia en esta tarea de observación, y para asegurar, la seriedad de su juicio médico profesional, usaba de complemento, con la precisión y sapiencia de Hipócrates de Cos, sus manos. Esas, en las que ahora, en una, habitaba un vaso de buen escoces y en la otra la colilla de un cigarrillo Gaulois en vías de morir. Sus manos, recalcaba, que ese día, por lo menos, se las habían visto, “cara a cara”, con no menos de treinta palomas, pijas, vérgas, penes, de diverso color y forma; las había auscultado, bajo los mas puros cánones de la medicina mas clásica de la que había aprendido de su maestro el Dr. Pepe Izquierdo en la pontificia Universidad de Caracas. Demostraba que tenía títulos y conocimiento mas que probados para diagnosticar, con mucho acierto, si los aparatos reproductores de esos jóvenes conscriptos, tenían o no prepucio que las encapuchara, boina que las limitara o tejido sobrante que les impidiera el cumplimiento de los inobjetables fines propios y naturales de su sexualidad. Amén de determinar, entre otros datos bío-antropométricos, si el tamaño era el esperado por las tablas médicas y así prescribír y calificar si se los tenia por normales o lo contrario. Tarea sin duda seria, comprometida y exigente.

Hizo una pausa, grave, dramática por cierto, para rematar diciendo, que daba fe que aquello jóvenes aspirantes a soldados, a pesar de sus notables dotaciones, jamás le promovieron la menor tentación. El menor interés. No estaba allí su vocación. Muy al contrario. Podía, según su predica, tenerse por un macho, por cuantos las tentaciones jamás lo vencieron, rematando que ante tales severas instigaciones, él sí se podría tener por macho probado. La risa fue general y las reacciones diversas, al preguntar a la concurrencia si alguien allí podría tener pruebas de tanto valor, o parecidas a las que él poseía.

Aprovechando el ánimo de la ya ganada audiencia, comentaba, que eso no era todo, por cuanto, en la tarde tuvo que cumplir la parte mas compleja de su actividad profesional, pues aquellos soldados que en la mañana, determinó, que quienes poseían esa impertinente cobertura en el prepucio, se les debían eliminar, sin la menor tardanza, pues, este era realmente el fin que perseguían sus menesteres médicos. Operaba y erradicaba piel a cuantos podía.

Pausa al trago y al cigarro…. Quizás buscaba memorizar algún detalle, para continuar diciendo, que su oficio tenía, aunque no se creyera, muchos peligros y amenazas, en esa cátedra médica prepucial que cumplía, con el rigor de un cadete prusiano, de lunes a viernes. Revela, que en su dedicada y proverbial práctica como galeno, solía estar acompañado de un testigo, que con el rigor de un Holmes observaba y valoraba cada uno de sus movimientos: era una gata que se llamaba Felicia.

A prudente distancia y dotada de una inmensa paciencia y terrible capacidad para la espera, eso si muy concentrada en lo que sucedía, la gata, sólo aguardaba que alguno de los tejidos sobrantes, objeto de las operaciones -que pactaban la fatalidad- le fuera dispuesto.

Así sucedía. En cada jornada, ella, obtenía su recompensa, por el silencioso y profesional acompañamiento, tanto como por su función cómo testigo, al acto de decapitación. Lo jodido era la vuelta el día Lunes al consultorio, ya que el cese del premio diario, causado por el asueto del Sábado y el Domingo, generaba un síndrome de terrible abstinencia en Felicia. El Lunes, al ver entrar a Don Marce al Consultorio, le lanzaba, un ataque directo, con garfañon incluido, a la paloma de quién, de no saberse cuidar, torear y escudar con sagacidad sus partes, podría haber perdido o sufrido daños irreversibles en el saliente de su entrepierna. Sin duda que su oficio tenía sus riesgos.

Sigamos contando y no olvidemos que lo único creíble de la vida es el cuento …

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