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lunes, 1 de febrero de 2010

TOMÁS ELOY MARTÍNEZ CAMBIÓ EL PERIODISMO VENEZOLANO / Pablo Antillano


En mi generación casi nadie discute que Tomás Eloy Martínez partió en dos la historia de nuestro periodismo. En la época que él llegó al país, los periodistas de El Nacional asumían como maestros a Moradell y a Mario Delfín Becerra, y se sentían herederos de Miguel Otero Silva y Federico Álvarez, de Sergio Antillano y Héctor Mujica, de Arístides Bastidas y Pascual Venegas Filardo, de Antonio Arráiz y Jesús Sanoja. Se hacía un periodismo correcto, devoto de la noticia, el tubazo, el objetivismo y la pirámide invertida. Aunque simpatizaban, en su mayoría, con causas de izquierda suscribían las normas clásicas del diarismo norteamericano.

La llegada de Tomás Eloy Martínez produjo una hecatombe que hizo lucir envejecido ese periodismo local y disparó la euforia del cambio general. Con él llegó una pléyade de talentosos periodistas que venían escapando de la dictadura argentina, invitados por Diego Arria, entre los que se contaban Miguel Ángel Diez, Edgardo Silverkasten, Rodolfo Terragno y Raúl Lottito. Entre Terragno, que era el Director, y Tomás, que era el Jefe de Redacción, le inyectaron al periodismo doméstico una vigorosa renovación técnica, a la manera del periodismo argentino, y a los a periodistas les insuflaron una nueva y poderosa perspectiva ética.

Con la fundación del Diario de Caracas y su legendario Manual de Estilo, en mayo de 1979, la información se rebeló contra preceptos decimonónicos: el “lead” aferrado al titular, la organización piramidal invertida, una simple entrevista cono aval de la información, la broza retórica, los títulos de alta entropía, los condicionales y las conjeturas, la ambigüedad entre información y opinión, el uso de las fuentes habituales y consagradas...

La escuela de Tomás hacía énfasis en la nota narrativa, usualmente corta, en la que cada línea debía llevar una información y cada párrafo una idea, la historia por encima del documento, los titulares con verbo, la creación de nuevas fuentes, la confrontación entre informantes, el rigor en la investigación, la economía literaria, la elegancia. No eran simples técnicas, o normas para ser seguidas, sino que implicaban una demanda titánica a la subjetividad del periodista, exigían el entrenamiento de su espíritu creativo, crítico y personal. Se trataba en el fondo de una nueva ética.

LA EXPANSIÓN.

Formé parte de la primera camada invitada a integrarse a El Diario de Caracas a finales de los setenta. El escritor Luis Britto García formaba parte del grupo que convocaba a los prospectos. Conocí entonces la deslumbrante suavidad y sabiduría de Tomás, pero no pude aceptar su oferta. En esos días, recién entrado a El Nacional, me había comprometido con Miguel Otero Silva a dirigir la Página de Arte, que estaba abandonando Alfredo Armas Alfonzo. Un reto igualmente tentador.

Desde los periódicos grandes se miraba con escepticismo al pequeño tabloide que nacía en Boleíta. Diego Arria, el dueño, y los argentinos no parecían una amenaza a su popularidad y poderío, a su anclaje en las clases medias, a su entrelazamiento con el poder y las fuentes. Pero esa ilusión se disipó rápidamente pues el Diario, diseñado por Juán Fresán, comenzó a conquistar prestigio periodístico desde el primer día con un grupo de jóvenes con talento excepcional que hoy brillan en todos los periódicos del país.

Crearon sus propias agendas y estructuraron fuentes insospechadas, escribían corto y como grandes escritores, Luiggi Scotto le dio significación editorial a las fotos de primera página. Elizabeth Fuentes, Jessie Caballero y Susana Rotker entre otros martirizaban a la competencia con columnas (lo IN y lo OUT), críticas culturales e informaciones de una ciudad fulgurante que hasta entonces no había sido noticiosa. Pero, en general, todo el equipo donde figuraban Alfonso Molina, Luis Lossada Sucre, Manuel Felipe Sierra, Enrique Rondón, Sebastián de la Nuez, María Teresa Arbeláez, Elizabeth Fuentes, Elizabeth Baralt, Eva Feld, Edgar Larrazábal, Pedro López, Ugo Ramallo, entre otros, irradiaba seguridad. En su brillo, hacían notorio que confiaba plenamente en la doctrina de aquel nuevo periodismo

El tratamiento de la política se escabulló de las ruedas de prensa semanales de los partidos y puso en jaque al sistema de reputaciones. La información cultural fue jerarquizada y desparroquializada. La información internacional cobró una vida relevante para los transeúntes y la televisión perdió la hegemonía que hacía ver a los periódicos como si fueran de ayer.

El impacto del El Diario entre el resto de los periodistas fue decisivo. En El Nacional tuvimos la suerte de contar con el Dr. Ramón J. Velásquez como Director, posiblemente el más astuto, abierto, culto y flexible de todos los periodistas que hayamos conocido. No le había costado ningún esfuerzo medir el impacto que el cambio tendría sobre su periódico, así que abrió las puertas a las nuevas generaciones, impulsó el proceso interno de automatización y armó la estructura interna , conjuntamente con el joven Miguel H. Otero, que se iniciaba en la toma de decisiones empresariales de entonces (MOS vivía en Italia y venía ocasionalmente), para acometer los cambios que el momento exigía.

La competencia con el Diario fue intensa y muchas veces feroz. Su calidad era contagiosa y provocaba la emulación, nos abrimos a sus propias fuentes y temas de interés. Nos pusimos exigentes. Competimos en buena lid. A nuestro juicio sólo les ganamos cuando los avatares económicos, la chatura y conservatismo de las agencias publicitarias, atentaron contra su viabilidad y dificultaron la presencia de los argentinos en el Diario. Arria le vendió a 1BC y Tomás Eloy Martínez se vino a El Nacional con lo mejor de su gente joven a alimentar los suplementos especiales y las plataformas de innovación que se habían creado en el periódico. Terragno se fue a la Argentina y llegó a ser Ministro de Economía.

Cultivamos desde entonces una cálida amistad que se mantuvo con encuentros espasmódicos. Tomás Eloy se llenó de proyectos, se casó con Susana Rotker, trabajó en Radio Caracas, publicó varias novelas, asesoró periódicos en México, regresó a la Argentina, se asentó en New Jersey para enseñar literatura latinoamericana, impartió talleres en la Fundación Nuevo Periodismo y se consagró como gran articulista en el mundo hispanoamericano y en el New York Times. Terminamos, en lo personal, debiéndole mucho.

Pero la mayor deuda la tiene el periodismo venezolano en su conjunto. Él lo hizo nuevo.



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