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viernes, 23 de mayo de 2008

LATIDOS/Alejo Urdaneta


Sólo escuchas

el chocar de las copas,

chirrido de voces y campanas.

Mudo y ciego,

otros perciben tus latidos

en el bullicio.

Sólo tu latido retumba en la pared

y nadie lo atiende aunque redoble

el llamado a la lid.

La luz mueve los rostros

detrás de la cristalería,

multiplica los ecos

de aquel que escucha tu silencio.

Resplandores lo guían

en la selva de botellas,

para que nazca otro.

Y si la luz se apaga,

desaparece el reflejo,

se disipa la otredad.

Queda sólo el visitante.

domingo, 16 de marzo de 2008

UN SEÑOR IMPORTANTE / Alejo Urdaneta

Lo vio en la mesa contigua. ¡Tantos años... desde la escuela!, y se acercó a saludarlo: bigotes inmensos, calva intelectual, aspecto de importancia. Todo un personaje que lo veía a ojos fijos, sin pestañar, y a veces con un asomo de sonrisa. Nada decía al sentirse abordado de ese modo, sólo escuchaba algo como un rumor incomprensible. Ha aprendido esos ardides y no se compromete, menos aún con este impertinente que dice ser su viejo compañero en las aulas; apenas lo recuerda y no sabe su nombre.

Seguía el otro: ¿Te acuerdas del fútbol, del catire Eugenio, de los regaños del Prefecto? Historias de juegos y travesuras salpicadas por hierbas secas que se hacían polvo. Le dijo de todo en la hora del almuerzo, sin pedir de comer el recién llegado, mientras el señor importante lo hacía con placer y acompañaba los platos con una delicada copa de vino, por minutos que parecían horas robadas a la vida de alguien invisible y distante.

¿Por qué preguntaba tantas cosas? ¿Es que no comes? Eran quizás las preguntas del hombre serio, parecidas a una avalancha de ravioles, con salsas picantes y mucho queso rayado parmesano; y esparcía el queso y las salsas, que casi exclamaban: ¡ Hasta cuándo! y cosas así como las que abundan en restaurantes italianos: queso y pasta, violines y puentes sobre alfombras. Y las palabras sin fin, único manjar necesario para el hablante inoportuno en su aislamiento.

Cuando el señor importante fue tomando conciencia, después del palabrerío y los ravioles, tenía atracado en la garganta un grito a punto de estallar: "¡DÉJAME COMER !" Casi llegaba el final del almuerzo y el visitante continuaba relatando pasado, tratando de atraer el interés que él sentía al evocar las historias de una infancia que era sólo de ellos.

Luego el señor importante se levantó sin despedirse y pidió un trago en la mesa más distante.

El mesonero sonrió al recoger la mesa.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

ESPEJOS / Alejo Urdaneta


Acodado en la barra, observo en el espejo. El ambiente resuena del choque de vasos y voces imprecisas. La charla de aquel hombre en el otro extremo es incomprensible y no me deja pensar en mí mismo, ver mi rostro emborronado en la luna de azogue manchado. Habla de cosas sin interés para mí: visitantes del día, el accidente que presenció a las puertas del negocio, el palabrerío de una filosofía sin ideas, como decir que la vida hay que vivirla, no aplacarla. Dice que él cumple su deber y luego la voz se pierde en el bullicio quede que estoy allí, acodado producen otras voces también incomprensibles. No me dejan percatarme a sueños, o creer que ese que me mira desde mi propio reflejo soy yo mismo. ¿Y qué puedo decir de ese personaje que me observa desde el vidrio opaco, multiplicado de vasos y botellas, que apenas escucha al cantinero decir su oración de rutina?

Hoy en la mañana me vi en otro espejo, con el rostro enjabonado que parecía estar conforme, sin trazos de incertidumbre o la angustia que deja el trasnocho. Cumplí el hábito de levantarme para hacer lo de cada día, salir al paso repetido de conocer y enfrentar y evadir, hasta llegar al cansancio de la tarde y estar otra vez ante la barra de la taberna, frente al espejo de siempre, las voces de siempre, la penumbra y el humo. Pienso que también este espejo en el bar estará desgastado de tantas caras cansadas, formas torcidas que vienen del azogue y parecen una multitud de risas y gritos. Se abrazan efusivos en gestos, expresando afectos que no tienen. O quizás si los tengan, pero en este lugar los gestos se confunden por el movimiento de las luces reflejadas en el espejo. Hablan del juego y de la apuesta ganada, de la partida del candidato que parece tener el triunfo. Se le agasajaría por no sé qué cosa y se vaticinaría un futuro inmenso para él y para su partido. En toda esta algarabía, el único que parece decir algo de verdad es el cantinero: ¡Vivir la vida, no aplacarla!

En la butaca del rincón ves a la mujer acomodando su cabello ante un pequeño espejo. Piensas que es el mismo que te contempla cada mañana, el mismo también que te vigila en la penumbra del atardecer. El espejo es la prueba de que hay alguien allí. Porque este día, al llegar al bar, estaba vacío de voces y de sombras. Nadie sino tú y el cantinero en el espacio inmenso por la duplicidad de los cristales; y la mujer arreglando su rostro para alguien que no llega, o no llegará esta tarde.

Pediste la copa de vino y volteaste hacia el rincón donde la mujer estaría haciendo lo mismo en su larga espera. Te extraña este silencio de hoy en el recinto siempre bullicioso, y observas la mano del cantinero que sirve tu copa vertiendo el resto de la botella. De reojo buscas la presencia de la mujer y no la hallas. ¿Se habrá ido ante la desesperada espera? Estaba ella sombría en esta luz de artificio, sin percibir nada más que sus confusos pensamientos, expectante por este hacer para hacer nada. Espera, tiempo hueco lleno sólo de evocaciones sin rumbo. Llega la hora y pasa a otra sin anunciar su transcurso.

Es ahora el fin de la tarde y aún no comienza el día. La espera gotea esperma desde las yertas lámparas.

Eso imaginas de la mujer. Su paciencia agotó la espera y ha ido a otro lugar, a buscar nueva compañía.

Si preguntaras al cantinero qué ha sucedido este día, por qué el bar está desierto, no tendría respuesta para ti. Detrás del mesón cubierto de copas y botellas, permanece impasible limpiando lo que está limpio, callado ante tu silenciosa pregunta.

Y de modo casi imperceptible se voltea el cantinero hacia el espejo y ve allí, reflejados, a todos los comensales, los bebedores habituales, y te ve a ti también; pero no está la mujer. Escucha con tedio el tabernero la conversación de los vasos y los temas cotidianos.

Pero, en cambio, tú no ves a nadie, la sala está vacía, y sólo percibes el perfume que dejó la mujer en el espacio oscurecido del bar.

sábado, 15 de septiembre de 2007

ALDEMARO EN EL RECUERDO/ Alejo Urdaneta



Aquel bar tenía ángeles que esperaban los boleros de Aldemaro. También estaba allí el público de costumbre que había ido a pasar el fin del día en un recinto de música de piano, con un ejecutante piadoso que complacía las peticiones de algunos. El bullicio del lugar continuaba sin atender al pianista que sonaba, como todas las tardes, los acordes de My Way, Noche de Ronda, la canción de Casablanca, en una fugaz travesía por las emociones del pasado.

En el cuadro ceniciento de la sala, se destaca la tertulia en la mesa del fondo, ocupada por tres hombres y una mujer, bella y altiva. Parecen que han venido desde su lugar de traba­jo a palpitar con la vida del restaurante espa­ñol, y a gozar del colorido que casi suena a grito en este lugar de alborozo. Pueden estar solos y no querer atender a lo que pasa en el recinto, ni ver al resto de los asistentes. Conversan animadamente y es fácil observar que dentro del cuarteto hay dos que cruzan picardías y talento, tanta es la alegría que aparen­ta la con­ver­sación. En ellos hay una solidari­dad apretada, un tácito acuerdo de felicidad, juntos en torno a una emoción que apenas se vislumbra.

De repente, uno de ellos se levanta y va hacia el pianista que juega con los arpegios y exalta el amor que las parejas todavía no se dicen. El pianista se sorprende ante la interrupción, pero de inmediato explaya una sonrisa de admiración y afecto. ¡Es Aldemaro Romero!, exclama. Pero su sorpresa es mayor cuando el maestro le pide que le ceda el piano, “para tocar algo…”; y sin más se levanta para que Aldemaro tome posesión del instrumento y comience a preparar alguna canción, un bosa nova quizás, u otra de sus innumerables invenciones. Todo es ahora un concierto de notas que obliga al auditorio a callar y escuchar a Aldemaro Romero cuando canta: Esta noche me voy a emborrachar con mi mujer, empezando en el mismo piano bar, como a la seis…. Para mí lo de siempre combinado con bosa nova o jazz…” Y puso a todos a bailar en el estrecho abrazo del swing de la melodía. Después el maestro invitaba a que dejasen el bar por ir en busca del amor.

No podía quedarse solo Aldemaro. Al poco tiempo estaba a su lado el compañero de mesa, el poeta Luís Pastori, que tomó el micrófono para entonar un tango, alguna tonada, con la voz potente y grave que siempre hemos escuchado cuando declama su hermosa poesía. Cree la gente que ellos-poetas nada saben de las vidas de otros, absortos en la mística de su poesía y la música, juntas en una misma melodía. Ignoran que el poeta dice de sí mismo lo que cada uno siente. Por eso, cuan­do alguien se abrió paso hacia la mesa del fondo, los intérpretes tuvieron la percep­ción de que luego se alumbraría el signi­ficado de esas vidas solitarias en un sa­lón de aparente rutina.

Porque ha entrado en el salón un hombre de negro que parece dirigirse a la mesa y casi llega a ella, pero de pronto vira hacia el lado opuesto y se sienta en otra, frente a la que ocupan Aldemaro y sus amigos. Ha pedido una copa de jerez y prueba un sorbo después de saludarlos con un gesto de brindis. Los meso­neros están atentos al pedido que harán en la mesa de los artistas, y también prestan oído a lo que dice el recién llegado. Suponen que quiere llevar un mensaje de afecto y gratitud a los inesperados visitantes que han improvisado tan hermoso espectáculo, y se dicen que eso ayuda al beneficio del nego­cio y puede alegrar el ambiente.

Este nuevo visitante es invisible para todos: los que danzan, comen o beben. Su traje es negro y sólo deja ver de su cuerpo un ojo abierto, que se abre a ratos a la luz. El salón se ilumina entonces de fogonazos y sonríen los hombres y se azoran las mujeres. De las manos de Aldemaro surge el ritmo pausado que acompaña el calor de una danza estrecha, mientras el personaje de negro obser­va a la hermosa mujer desva­necida en las sombras de un rincón, para perpetuar su emoción iluminándola por instantes. Desde la inmovilidad de su asiento, invisible a la pasión o la cu­riosidad, sigue atento el paso de la danza, el anhelo de la respiración de las parejas cada vez más enredadas en gestos sin sosiego. Y en la exaltación el oficiante ha sido Aldemaro Romero, que luego se retira en aplausos.

No se calma la audiencia, y cada comensal o bebedor va llegando a la mesa, para pedir otra canción al maestro, algún poema al poeta Pastori. Y es Aldemaro quien tiene la ocurrencia de recordar la vez que tocaba el piano, como hoy lo ha hecho en este bar, y el poeta Pastori quiso cantar algo. Se le ocurrió entonar “Caminito”. Ensayó Aldemaro las notas iniciales de la pieza y el poeta dio su voz concordante. Así comenzó el paso por el camino que el tiempo ha borrado, dicho con sentimiento y armonía, y pronto estaban llegando al final que dice: “Y que el tiempo nos mate a los dos…”, en la grave voz del poeta. Quiso apagarse lentamente el piano de Aldemaro en el acorde final, pero una voz irrumpió del público que llenaba la sala, y con una entonación de gran fuerza reclamó: ¡¡¡Y que culpa tiene el pianista!!!?

Las anécdotas de Aldemaro proclaman la frescura de la música, su íntima presencia.

Quedas allí, Aldemaro, cuando el salón está vacío. Tu inmovilidad ahora es la de la eternidad, y tu trono es la tapa de un piano de color blanco, mientras las voces de miles de niños cantan en los espejos del bar y la armonía melódica retumba en el atrio de la Catedral de Santa Cecilia.


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