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domingo, 17 de febrero de 2008

A UN MES DE ADRIANO/ Tulio Monsalve

Es sólo un mes. Debo decirte que en este mínimo lapso que también incluye distancia, mucho se ha dicho y escrito sobre tu persona y obra. No te tengo ni tendré como ausente, sólo como escapado del diario hacer de esta complicada realidad. Desde siempre te escuché hablar y analizar lo que amigos comunes, Edmundo Aray, llamaba los delirios del Capitán Ahab persiguiendo una ballena blanca, bella y terrible asesina de la cual, sospechamos siempre, estuvo enamorado. Empresa que inexorablemente agotó su vida, quizás, hasta llevarlo a la muerte. Así de terribles son las quimeras.

Como en toda utopía el capitán no estaba solo, lo seguía una tripulación, algunos, quizás esperando cobrar la moneda de oro que había martillado en el palo mayor para quien primero avistara la ballena. ¿Avaricia?. Otros tripulantes, por saberse cómplices del momento de inmensa felicidad que alcanzaría el viejo Ahab si mataba a quien le había robado su pierna. ¿Felonía?. Otros quizás lo seguían para saber que pasaría luego de la muerte de la fiera, vaticinaban que ello sería también el fin de la vida del Capitán. ¿Utopia?.

¿ Cual era el Techo de la Ballena?, sencillamente un lugar de sueños, océano de cosas remotas que solo estaban en el corazón de cada uno de los aplaudimos las infinitas arbitrariedades que allí se les ocurría, a Contramaestre, Montillita, Caupolicán, Edmundo, Adriano y Daniel, que hacían política con alma de poetas.

Lugar de aventura y vida, ideas, sueños y muchas cervezas, regueros de cerveza e ingenio que comenzó en el Bar Iruña, en el centro de Caracas, fue a una calle cerca de Cuchilleros en Madrid, volvió para vivir en El Viñedo y fijar residencia en un garage de Sabana Grande y allí alojar a todos los oficiantes de la imaginación y el vuelo nocturno que fue el mundo ballenero.

Pero en los años sesenta, en Venezuela, cualquier viaje a la fantasía por mundos nuevos era peligroso, al realizarlo, solo logramos conocer algo de nosotros mismos y del mundo que vivíamos. Estuvimos como peregrinos medioevales convencidos de que el viaje al Santiago de la democracia no lo lograríamos, pues este era un buque fantasma manejado por espectros que escondían fines poco confesables. La vida parece que nos dio la razón.

Nuestra ceguera consciente, nuestra ballena, nos advertía de los peligros de ese poder sin responsabilidad social que enfrentábamos, asi vimos como abundaba el trastoque de los fines verdaderos por otros falsos. Como se sacrificaba el bien tenido por colectivo en aras de la libertad abstracta de las necesidades del comercio y la trácala; y que este, sería el patrón de vida de los gobiernos que luego vimos desfilar en comparsa, carnaval tras carnaval.

La realidad de que llega, llega, y de que golpea duro y en la cara ni que decirlo, eso le pasó a Adriano, cuando fue detenido por ejercer su natural oficio de escritor. Por cumplir lo que el compromiso del destino y la gravedad de sus sueños impuso: escribir. Por hacer bien lo que su ingenio le disponía y sus artes narrativas le imponían, narrar, sentir y expresar a través de los textos, en fin, comprometerse con lo que un buen ballenero debía hacer, desmontar la tramoya de la política “democrática” de Rómulo Betancourt.

Mañana del 1 de mayo de 1962, una vez mas –con espíritu militante- fuimos al eterno y ya repetido y fastidioso desfile y volvimos a ser repelidos por los mismos cabilleros adécos de siempre dirigidos por el Negro Herrera, que no aceptaban la presencia de la izquierda, menos mal que ese día tendría lugar otro evento cuyas repercusiones tienen vigencia 48 años después. Caupolican Ovalles iba a presentar su poemario “Duerme usted, señor Presidente”. Después de este libro la democracia betancurista se hizo palpable, en sus verdaderos métodos, Caupolican, tuvo que huir violentamente en Colombia y Adriano fue detenido en la Digepol. Sin duda que el poema era una provocación y la respuesta fue violenta. Según dice Adriano: “Caupolicán tuvo que irse al exilio porque lo querían matar y a mí me agarraron preso”. A Adriano, lo agarran en el aeropuerto, y fue a parar a Los Chaguaramos, urbanización donde se encontraba la sede de aquella siniestra policía del régimen adeco.

Síntesis: Adriano fue encarcelado por esa singular democracia adeco copeyana acusado del gravísimo delito de haber escrito el prólogo del libro ¿Duerme usted, señor presidente?.

En los días siguientes tenía que ir la Digepol, de visita, para entregarle un remedio a un amigo detenido, cerca del lugar me topé con Gonzalo Castellanos, el arquitecto, quien me pidió que, si se podía, le preguntara a Adriano por un escrito sobre Cuba que él le había entregado. Quería recuperarlo pues lo estimaba algo peligroso. Pude entrar y entregar el remedio, convine con el amigo que tratara de que Adriano estuviera cerca de las rejas y que disimulara para poder preguntarle algo que me interesaba. En eso estaba, cuando fui sorprendido por el guarda presos, que se adelantaba para evitar que continuara preguntando. El policía -- hay que considerar que allí solo habían o políticos o intelectuales presos, y por lo tanto, se suponía, él debía hablar de forma tal que correspondiera con el nivel de los encarcelados -- así, con firmeza y palabra cuyo tono pretendía culto o refinado, dijo grandilocuente mientras se acercaba …. rolo en mano: “mucho conversándome con cuyo detenido”.

Entre desenmascarado y temeroso decidí dar por terminada la gestión, evitando por razones evidentes, llegar a reírme como era obvio.

Hoy no te veo, pero igual estás presente entre todos los que siempre peleamos contigo y mucho te admiramos. Si por allí te topas con el Capitán Ahab pregúntale quien se quedó por fin con su moneda de oro.

Tomado del Prólogo que le causó el carcelazo de Adriano Gonzalez León:

“Se trata de una poesía que se da como una necesidad cotidiana.

Sobre todo, se trata de un rechazo definitivo de lo encadenante poético, mientras se afirma, ya que no un derecho a decir, sí una posibilidad de maldecir. ¡MALDECIR! “

viernes, 11 de enero de 2008

SABANA GRANDE SIN RAUL/ Julio Bolívar


Desde los años 80 recuerdo la imagen de Raúl Betancourt. Estudiaba un postgrado en la Simón Bolívar y si quería saber de la movida literaria era obligatorio pasar por Suma. No se quién, pero me advirtieron que ese librero era un hombre de malas pulgas. En verdad no lo noté nunca, tal vez algo huraño, de mirada verde y de humor incomprensible, yo diría que español y tímido, esa particular fabla que a los venezolanos nos suena a regaño. Recuerdo que los escritores se sentaban en una café enfrente, que ya no era el mítico recuerdo del Gran Café, o el llamado triángulo de las Bermudas, que tanto recuerdos dejó en la narrativa de la época. Pienso en “Pancho” Massiani o en Carlos Noguera. En ese café era fácil ver a Hanni Ossot, a Osvaldo Trejo que al caer la tarde abrevaba junto con Denzil Romero en esas fuentes báquicas y a todos los amigos escritores o habladores de Raúl, que obviamente yo no conocía. Una vez, recuerdo, vi caminar con destino a la librería al mísmisimo jefe de la pandilla Lautremont, Caupolicán Ovalles. Seguramente , yo , como muchos estudiantes de la época de esos años de los últimos grupos literarios, nos acercabamos a mirar a esos extraños seres, como si fueran ídolos del rock, a los que de vez en cuando le hablabamos, tímidos e inseguros, para escuchar sus sentencias sin discusión. Eso era más o menos el entorno que vi por aquellos días, más académicos que bohemios. Todos venían de regreso. Ahora recuerdo también a un niño prodigio que había participado en un concurso de televisión y había ganado una fortuna, para su corta edad que trabajaba como vendedor de Suma: Gonzalo “Gonzalito”Ramirez Quintero. Era un niño que leía y sabía demasiado. Hoy es el mismo lector, pero, como le gustaría decir a Pablo Antillanoun lector comprometido”. Por esos días se convirtío en la imagen del negocio de Raúl.

Una tarde, bajo la mirada zahorí de Julia, hojeaba libros en los mesones de la emblemática librería, , y de pronto se me acercó Raúl , del que no era amigo y me increpó: ¡leete esta vaina, es muy buena¡. El laberinto de las Aceitunas se llamaba aquella novelita de Eduardo Mendoza. Desde aquella lectura soy un fanático del escritor catalán, tal vez el que mejor ha descrito a Barcelona. Eso se lo debo a Raúl. A nuestro lado Denzil miraba de reojo la foto de Kundera y murmuró sarcasticamente, tiene cara de puto.

El año pasado, con su barba absolutamente blanca, ya sin la coquetería de los ochenta, el librero me comentaba sobre la terquedad de Juan Liscano en corregirle el nombre al librería, insistía el poeta de Carmenes que esta debía llamarse Summa en vez de Suma como le había puesto Betancourt, y decía con su grata sonrisa que cada vez que Juan iba a la librería volvía con el mismo tema. Es posible que el poeta pensaba el la Summa Teologica de santo Tomás de Aquino, Raúl simplemete quería sumar, amigos, libros, cigarrillos y plata , por supuesto. Ahora cuando Sabana Grande comienza a recuperar su viejo rostro Raúl no está, pero no importa, pasaremos por la vieja Suma entraremos a hojear las novedades y en silencio le preguntaremos a su ánima si escogimos el mejor libro. Nos quedaremos con la duda.


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