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sábado, 12 de enero de 2008

LA DEUDA DE LA BARRA CON ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN/ Pablo Antillano


En estos días disfrutamos mucho la mordaz bonhomía de Adriano cuando bautizó a Raúl Fuentes como el Frankenstein de la Inteligencia, y también cuando se dedicaba a entonar insólitos cantos medievales que dibujaban escenas de caballería en la brumosa penumbra de la barra del Hereford.

Por ahí quedaba la geografía que le conocimos en los últimos tiempos : por los lados del Amazonia, (justo al frente de su casa), por Le Coq d’Or, el Hereford Grill o el Maute. Siempre en Las Mercedes, desde que una lesión en una pierna puso límites cortos a sus incursiones urbanas.

Esta pasión por el deambular marcó siempre el carácter de Adriano —y de sus personajes— quien, a pesar de provenir de uno los “parajes más feos del mundo”, de allá del Estado Trujillo, era un genuino constructor de gran ciudad. Por donde él iba pasando, durante toda su vida, se armaron repúblicas de ciudadanos, lugares poblados de ideas, en donde se practicó con disciplina el culto a la inteligencia, a la poesía, a la imaginación y al regocijo. A muchos le pareció siempre una suerte de flautista de Hamelin seguido en su andar por bandadas de poetas y pintores, de mujeres intensas con ojos entorchados, y de conversadores insignes y maliciosos.

No es este el lugar, ni es el tiempo, de enumerar con detalles la inmensa obra de contagio que produjo Adriano en su andar, baste por lo pronto evocar las revistas y periódicos en los que participó, a las peñas, bandas, pandillas y repúblicas de las que fue artífice, o sus gestos de provocación, como fueron sus cofradías , desde Sardio y Techo de la Ballena hasta la República del Este, su programa Contratema y su exaltación subversiva de “la literatura oral”, significativa catedral de la conversación y la inventiva. Su obra clave, “País Portátil” dotó a la literatura venezolana de una convicción no retórica de sus potencialidades internacionales.

En estos últimos tiempos visitó lugares recurrentemente y sus temas también eran recurrentes. Solíamos verlo en el Hereford con Gustavo Méndez, con Argimiro Briceño, con Raúl Fuentes, Julio Sosa, Freddy Véliz o Adelso Sandoval, entre muchos otros. Aunque muchas veces se le veía con parroquianos itinerantes, que a veces visitan los gratos restaurantes de la zona. Todavía disfrutan, por ejemplo, Rafael Arráiz Lucca, Guadalupe Burelli, Tosca Hernández y Joaquín Marta Sosa con el recuerdo de su encuentro casual,de hace pocos días, con Adriano en Le Coq D’Or, donde celebraron sus fantasías y su erudición.

No citaré aquí por ahora a las legiones de con-barsianos, y conversadores del Maute, de El Castillo, ni del Amazonia para no resbalarme en las ofensas del olvido y para no abrumar este espacio con nombres compungidos por el dolor. Sólo mencionaré entre sus compañeros de la noche a Andrés, su formidable hijo, amoroso y amigo, convertido sin querer en padre de su padre.

Algo de pequeño Dioniso acompañó siempre a este Adriano, gigante de las letras. El culto al vino no abandonó nunca su humor ni sus procesos creativos, los mismos que le acercaban a la poesía y a la pintura. En los últimos tiempos el del vino era un tema recurrente —amplificado seguramente por las solicitudes médicas y familiares que hacían lo imposible por alejarlo de su anhelo—. En la cartica que le escribió a Pancho Massiani hace unos días en el Amazonia ,y que incluimos en Código de Barra, escribió en la servilleta el aforismo de Omar Kayham que solía repetir sin cesar en las tardes de tertulia: “Voy por el camino con mi botella y mi sombra. Afortunadamente mi sombra no bebe.”

Pero igualmente insistentes fueron los capítulos orales que le dedicó Adriano, en nuestros últimos encuentros, a la celebración erudita de la historia y los afanes del vino desde los mesopotámicos y los persas, pasando por los relatos sobre las dimensiones míticas que alcanzó en manos de los pueblos judíos y en la sangre de Cristo, o a la revisión de las rutas del vino en las civilizaciones árabes, a su explosión en los monasterios del occidente medieval, y a la fuerza que le ha transferido a la expresión poética de la modernidad.

Verdaderas bacanales de poesía y erudición ofreció a sus amigos este escritor excepcional que , en su apasionada celebración de la barra, solía terminar con una suerte de admonición según la cual la barra no es, como algunos creen, un sitio para ir a beber, sino un sitio para pensar en soledad y donde la imaginación alcanza alturas insospechadas. “La barra es un templo para la imaginación”. Lo citaremos cada vez que repitamos esta frase.

En realidad a Adriano lo citaremos siempre, porque con él, como con el rayo y la lluvia, tenemos una deuda inmensa.

martes, 18 de diciembre de 2007

LA DEL ESTRIBO/ Adriano González León


17 Diciembre 2007

Pancho:

Estoy aquí pensando en un dibujo tuyo que tenía todas las glorias que tu puedes inventar. Estoy aquí bebiéndome un trago en tu honor. Todos los tragos desde los mesopotámicos son en honor de los poetas. De los poetas como tú , que domestican las constelaciones y las meten en una copa. Y se la beben solitarios, para mayor riqueza de la imaginación. Recuerdo que Omar Kayam decía “Voy por el camino con mi botella y mi sombra. Afortunadamente mi sombra no bebe.”

Tu estás allí en tu silla de príncipe iluminado. No te sientas mal. Es de dioses estar solo a veces. Mantén esa quietud y ten presente que todo el país te ama. Conozco demasiadas muchachas que deslumbraron nuestro corazón. Veo cómo tus páginas crecen y el viento y los duendes tienen envidia. Déjalos que se las apropien y constituyan la comarca que desean. Tienen buenos materiales para el trabajo. Eso si. Quiero decirte que en estos días fui a una playa rocosa. Allí recogí una piedra de mar para ti.

Adriano

( Carta a Pancho Massiani escrita en la barra del Amazonia, con las que se inician sus colaboraciones en Código de Barra)


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