Mostrando entradas con la etiqueta AMELIA HERNÄNDEZ. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta AMELIA HERNÄNDEZ. Mostrar todas las entradas

jueves, 19 de junio de 2008

CÓDIGOS SECRETOS EN LAS BARRAS / Amelia Hernández

En las novelas de John Le Carré son pocas las barras que aparecen, y ninguna deja espacio para la ociosidad y las quimeras: están para recibir información estratégica, entregar documentos secretos, hacer pagos clandestinos, dar instrucciones, montar trampas... Instalarse en una barra de Le Carré tiene sus consecuencias.

En el barrio londinense de Battersea Bridge, un hombre con ropa manchada de lubricante y mojada por la lluvia entra al Prodigal’s Calf, que a esa hora temprana de la tarde se encuentra vacío y oscuro. El hombre bate una moneda en la barra y pide un whisky con aguardiente de jengibre. Es un mecánico, traficante de poca monta... pero sabe demasiado. Unas horas después, ya entrada la noche, su cadáver flota en el Támesis.

En el aeropuerto de una pequeña ciudad finlandesa, está nevando. Son las once de la noche y el bar está a punto de cerrar; en la barra sólo queda un cliente: apura su copa de Steinhäger, pensando que ciertas bebidas extranjeras saben mejor cuando se toman en el país de origen. “Sírvame otro trago de este veneno local.” El barman, que ya empezaba a apagar las luces, le contesta de mala gana que el Steinhäger no es finlandés sino alemán... El cliente es un agente británico aguardando a su contacto, un piloto finlandés con misión de sobrevolar y filmar una región estratégica de la Alemania comunista; pero la nieve ha retrasado el vuelo... Dentro de una hora, el agente británico morirá desangrado a orillas de la carretera.

Son dos escenas penumbrosas, casi silenciosas, que pertenecen a las primeras novelas de espionaje de Le Carré (Call for the Dead, 1961; The Loocking-Glass War, 1964), ubicadas en tiempos de guerra fría.

Contrastan con otra que tiene lugar en un bar de Bonn, rutilante de neón. En la barra, varios jóvenes neo-nazis trasiegan litros de cerveza cantando un himno del tercer reich. De repente estalla una refriega, puñetazos, patadas, botellazos, hay varios heridos, entre los cuales el que provocó la riña: Leo Harting, funcionario menor de la embajada británica, empeñado en desmontar una conspiración ultraderechista (A Small Town in Germany, 1968).

Ya finalizando los años setenta, en las postrimerías de la guerra fría, las barras de Le Carré se vuelven más amables.

En el Bar de Stan, frecuentado por jóvenes y estudiantes de Praga, el ambiente es acogedor “te da la impresión de que Checoslovaquia es un país libre...” Ahí, entre el vocerío de las discusiones políticas, el abundante consumo de aguardiente y una música de acordeón, James Prideaux, profesor de francés y agente británico en la Europa comunista, logra por pura casualidad una información crucial acerca de unos inquietantes movimientos militares (Tinker, Taylor, Soldier, Spy, 1974).

En las novelas posteriores, el ambiente que describe Le Carré ya es francamente cosmopolita.

En Asia, en 1975, se acerca el final de una era. Hong-Kong, último bastión asiático del colonialismo occidental, es un ineludible centro de información. Un sábado de tifón, los corresponsales extranjeros se resguardan de las trombas de agua en su bar habitual, encaramado en el último piso de un rascacielos. Entre cervezas, ginebras y chistes gruesos, esos hombres que se han curtido reporteando las guerras de Vietnam, Cambodia o Tailandia, se desestresan lanzando servilletas enrolladas hacia las botellas bien alineadas detrás de la barra. Si alguien logra encajar su servilleta en una botella, los demás le pagan esa botella y le ayudan a vaciarla. El barman, un chino de Shangai, sirve los tragos, recoge las servilletas caídas al suelo, pasa las llamadas que van recibiendo los alborotosos reporteros: una noticia aparentemente anodina... que se convertirá en una bomba (The Honourable School Boy, 1977).

En Peredélkino, en la exclusiva residencia vacacional de la unión de Escritores de la URSS, Barley Scott Blair, editor literario, saxofonista en sus ratos de inspiración, y agente secreto involuntario, pasa una jornada memorable compartiendo amistosamente con la élite soviética, en torno a una mesa que más parece una barra de bar: hay escritores, aristas, unos cuantos científicos, y hasta unos poetas disidentes, son tiempos de glasnost. Durante más de diez horas, todos gloriosamente borrachos, todos hermanados por el vino blanco georgiano, declaman poemas de Akhmatova, polemizan sobre el armamentismo, afirman que “el comunismo es una industria que vive de los errores y la imbecilidad de los capitalistas”, brindan por la paz universal, discuten apasionadamente acerca del ajedrez, el jazz, el teatro, descorchan botella tras botella, vituperan contra el control de la policía sobre las fotocopiadoras y las máquinas de escribir eléctricas, herramientas de la disidencia... A las tres de la madrugada, llegan a la conclusión de que “el socialismo con partido único es una calamidad histórica” y, en eso, uno de los científicos farfulla al oído de Barley: “Júrame que de verdad eres un editor, no un agente de tu gobierno, y te confío un secreto militar...” (The Russia House, 1989).

Después de tanta intensidad, el lector necesita un respiro. Le Carré plasma en tres páginas (The Night Manager, 1993) lo que podría ser el sueño de los amantes del buen vino, pero que para Mr Pyne, director nocturno de un gran hotel de Berna, será una señal del destino: se queda accidentalmente encerrado en la bodega del hotel, dieciseis horas en la oscuridad, en compañía de los Château Petrus 1961 a 4 500 francos suizos la botella, los Mouton Rothschild 1945 a 10 000 francos suizos... A Mr Pyne ni siquiera se le ocurre descorchar uno de esos tesoros; sobrio y disciplinado, aprovecha esas horas para revisar su vida, y decide que si sale vivo de la bodega se comprará un barco para dar la vuelta al mundo en solitario. Una vez rescatado, se verá obligado a actuar como agente encubierto en Las Bahamas, montando toda una tramoya en el Bar de Mama Low, frecuentado por turistas VIP que llegan en sus yates para asistir a unas famosas carreras de cangrejos, mientras se toman a sorbitos el infaltable punch de las islas.

Quizás empalagado después de semejante ejercicio de sofisticación, Le Carré se va al África profunda y se adentra en el mundo de las organizaciones humanitarias internacionales (The Constant Gardener, 2001). El Club de Loki, en Lokichoggio, Sudán, se reduce a un techo de palma, unos leones pintados en las paredes de bahareque, luces amarillas anti-mosquitos, un ventilador. Al ritmo de la música africana, trabajadores humanitarios de los más diversos países se encuentran y se desencuentran, aplacando su sed con cerveza tibia. Algunos caerán víctimas de una maquinación macabra montada por una trasnacional farmacéutica.

En uno de las novelas de Le Carré (The Night Manager, 1993) aparece de refilón un oscuro personaje de nacionalidad venezolana: el abogado Moranti, asesor para el lavado de narcodólares. Quien quita que el escritor británico decida ubicar una próxima trama en Caracas, donde prosperan las conspiraciones y donde pululan agentes de la CIA, del DAS, del G2, guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes, vendedores de armas...

Pero no hay barra para tanto agente...

miércoles, 24 de octubre de 2007

UN BAR CALLEJERO EN PARÍS/ Firmin Mutoto Luemba

Desde hace unos años, en la calle Faubourg Saint-Denis de París, al finalizar la jornada, se forman espontáneamente unos grupitos de africanos que se apoderan de la acera y la calzada para conversar y tomar cerveza, como en cualquier barra de bar. La gente va llegando para “socializar”, y al poco rato se forma un verdadero bar callejero, donde se habla y se bebe de pie.

Un hombre con ropa tipo militar, oriundo de Costa de Marfil, es uno de los asiduos de este bar espontáneo. Empieza diciendo: “Mi nombre es Tshatsho pero me llaman «Sargento», hice la guerra en mi país, después me metieron en la cárcel pero logré escaparme...” Una vez que entra en confianza, Tshatsho confiesa: “En realidad, yo sólo soy un reggae man.” Para convencerse, suelta algunas palabras en inglés, adoptando un acento a lo Bob Marley, y se pone a fumar marihuana, “un estimulante que nos ayuda a seguir por los caminos de la vida...”.

Otro de los asiduos es el manager de un grupo musical todavía desconocido, «Distribuidor Automático». Me explica el origen de este bar callejero: “En los bares nos venden la cerveza a 5 euros, pero en el auto-mercado la compramos a 1,50. Y como no podemos reunirnos en los auto-mercados, nos reunimos en esta calle... Todo comenzó siete años atrás, cuando Tantine Rosy, una africana dueña de un restaurante de especialidades marfileñas, ubicado ahí cerca, en el callejón, cerró su negocio, donde acostumbrábamos a reunirnos entre compatriotas, para echarnos tragos a bajo costo y socializar tranquilamente. Como no había nada para sustituir el lugar, los que frecuentábamos el negocio de Tantine Rosy empezamos a reunirnos aquí...”

Pero los vecinos soportan mal a estos “bebedores ambulantes” sin origen definido, que encochinan la calle con las botellas vacías. Y el dueño de un bar pakistaní ve con malos ojos la fuerte competencia de esta barra sin asientos y a precios solidarios.

La policía viene de vez en cuando, por las quejas de los vecinos: “Al principio nos pedían la identificación, pero como no somos inmigrantes clandestinos, ahora nos dejan tranquilos... Además, para hablar claro, no se puede decir que esta calle sea una calle residencial: es la calle de las putas... Así que los policías ahora se limitan a quitarnos las botellas y vaciarlas. Cuando se van, compramos otras y seguimos con la tertulia... Como no somos unos indocumentados, la policía nos tiene sin cuidado...”

Estos bebedores callejeros, africanos en su mayoría, se reúnen para discutir acerca de lo humano y lo divino: la política, el fútbol, las mujeres, los amigos comunes... Todos tienen un empleo y la mayoría son padres de familia. “Pero ninguno traemos a nuestra esposa...”, declara uno de ellos. Y otro explica “Yo trabajo 15 días en Auxerre, y vengo 15 días a París para descansar...”

La ventaja de esta barra espontánea en París es que cuando uno de estos bebedores callejeros se emborracha, no hay peligro de que se le aplique la ley de los bares africanos: allá, quien rompe una copa, la paga... ¡Salud, compadre!

Versión y traducción: Amelia Hernández

lunes, 1 de octubre de 2007

FORAJIDOS DE SALOON / Amelia Hernández

En la segunda mitad del siglo XIX, la revista más popular de los Estados Unidos era la National Police Gazette, leída sobre todo en los saloons y barbershops. Publicaba los sucesos de la época, acompañándolos con ilustraciones a menudo humorísticas. Como ésta, de 1886 (colección Culver Pictures), cuando unos forajidos llegaron a un pueblito del estado de Montana con el cadáver de un miembro de la banda: entraron al saloon para tomarse unos tragos en homenaje al fallecido, y armaron la consabida trifulca, que quedó registrada en la Police Gazette

domingo, 23 de septiembre de 2007

UNA TARDE UNA BARRA / Amelia Hernández


Dedicado a los asiduos

de Código de Barra,

que reconocerán aquí detalles,

personajes, frases de su pertenencia.

Entro en la tasca y me instalo en la barra, cerca de la entrada: tengo que esperar a alguien.

En un rincón, un nicho con luz de neón resguarda una virgen revestida de lentejuelas. Hay un reloj que marca las tres de la tarde. El barman, atento, eficaz. Le pido un oporto, y me pongo a examinar el lugar.

A mi lado, hay una parejita. Ella parece estudiante de la UCV, él tiene cara de poeta andaluz y suspira: "Me gustaría ser todo de vino y beberme yo mismo...” Guaooo.

Se me acerca un tipo con acento argentino, ofreciéndome un reloj “de oro, con una máquina de primera, viste...” Le muestro mi muñeca: “No, gracias, me gusta el que tengo...” El argentino mira mi reloj, hace una mueca y se aleja hacia las mesas para seguir con su negocio.

Un tipo, mostachos blancos y cara de desconsuelo, ya con lengua de trapo a esta hora temprana, pide otro whisky y se queja: “Cuando me emborracho, las mujeres se niegan a bailar conmigo... ¡y eso que muevo bien el esqueleto!” Junto a él, indiferente, un hombre de mediana edad, está leyendo Tal Cual. Qué curioso, hay gente que lee en las barras... Mientras espero, sigo observando este mundo raro. Y descubro con asombro que hay otro lector, con aspecto de empleado público y un trago de Something por delante, que lee, a ver... Algo de Pamuk.

En eso oigo una voz ferviente: “¡Bendito aquél que hirvió la caña!”, y entonces me fijo en unos hombres que toman ron y disertan sobre el tema. Parecen expertos, aguzo el oído, me entero de que el ron puertorriqueño es el más ligero, el jamaiquino el más denso, el venezolano el más sabroso. “Ahora bien, no hay nada como el ron cubano. El resto es literatura...”

Regreso al lector de Pamuk porque algo raro he percibido en él. Es como si sostuviera un diálogo secreto y apasionado con unas sombras que salen de las páginas de su libro... ¿Estaré alucinando...? Pero entonces se atraviesan dos hombres bien trajeados y encorbatados; ya almorzaron, se dirigen hacia la puerta y cuando pasan a mi altura oigo lo que dice uno de ellos: “... el alcalde quería organizar un recorrido a bicicleta alrededor de Portland con todo el Cuerpo Diplomático, pero éramos solo dos cónsules: el de Japón y yo...” Cuando vuelvo a ver al lector de Pamuk, ya ha cerrado su libro y las sombras se han desvanecido; él también se va. Al salir, se cruza con una mujer que irrumpe como una fiera.

La mujer barre la barra con mirada brava. Se voltea hacia las mesas, otra barrida infructuosa. Saca su celular mientras se instala en la barra. “Aló, Petra... Estoy en el bar, pero no veo a Leónidas... Me voy a quedar un rato: quiero ver con mis propios ojos por qué a ese muérgano le gusta tanto venir acá,... Vente pues, y me acompañas...”

El mostachudo desconsolado suelta entonces, entre dos sorbos de whisky: “Las barras son como algunas mujeres: ¡atractivas y malvadas!” ¡Uuuy, peligro! Miro a la mujer de Leónidas (porque supongo que eso no fue conmigo, yo soy buena gente). Afortunadamente para él, la malvada sigue en lo suyo con su celular en la oreja. ¿O la cosa será con esas tres mujeres que están sentadas a una mesa, tomando cerveza? Llevan pantalones de dril azul marino y botas de cuero negro amarradas con trenzas; son policías. Están pendientes de la tremolina que arman, al otro extremo de la barra, dos tipos ruidosos pregonando sus convicciones existenciales. Estridentes, irreverentes. “¡Si el trabajo es salud -profiere el más desaforado-, que trabajen los enfermos!” Y se enzarza en una perorata en la que creo adivinar un elogio de la pereza. Su interlocutor asiente con un sonoro “¡Wup, wup, wuuup” y toma otro sorbo de su tequila con cerveza fría, mani y papas fritas. Será mexicano, me pregunto, viendo sus botas de piel de serpiente cascabel. Sigue el otro homo bibendum philosophantis: “¡El que quiera conservar la salud, que beba vino!” Y exhorta: “¡Bebamos hasta caer exhaustos! ¡Y al despertar, combatamos el ratón con renovados bríos!” ¡Uff!

¿Y si voy y le doy la receta de la pisca andina? Dicen que es lo mejor para el ratón... Pero en eso llega mi amigo. Se me olvidaba, en mi contemplación, que estoy esperándolo.

Acaba de llegar de España para montar una zarzuela; en sólo dos días y tres barras, ha cosechado una cantidad de chismes del mundillo cultural, que yo, viviendo aquí, ignoraba totalmente... Se dispone a contármelos, mientras se come unos pimientos fritos acompañados de vino chileno.

Tres horas después, salgo de la tasca, un poco mareada por toda esa diversidad humana que se remueve en una barra. Ya es casi de noche, respiro el aire gasolinado de La Candelaria, y me abro paso entre los buhoneros, hacia al estacionamiento...


Click aquí