domingo, 23 de septiembre de 2007

UNA TARDE UNA BARRA / Amelia Hernández


Dedicado a los asiduos

de Código de Barra,

que reconocerán aquí detalles,

personajes, frases de su pertenencia.

Entro en la tasca y me instalo en la barra, cerca de la entrada: tengo que esperar a alguien.

En un rincón, un nicho con luz de neón resguarda una virgen revestida de lentejuelas. Hay un reloj que marca las tres de la tarde. El barman, atento, eficaz. Le pido un oporto, y me pongo a examinar el lugar.

A mi lado, hay una parejita. Ella parece estudiante de la UCV, él tiene cara de poeta andaluz y suspira: "Me gustaría ser todo de vino y beberme yo mismo...” Guaooo.

Se me acerca un tipo con acento argentino, ofreciéndome un reloj “de oro, con una máquina de primera, viste...” Le muestro mi muñeca: “No, gracias, me gusta el que tengo...” El argentino mira mi reloj, hace una mueca y se aleja hacia las mesas para seguir con su negocio.

Un tipo, mostachos blancos y cara de desconsuelo, ya con lengua de trapo a esta hora temprana, pide otro whisky y se queja: “Cuando me emborracho, las mujeres se niegan a bailar conmigo... ¡y eso que muevo bien el esqueleto!” Junto a él, indiferente, un hombre de mediana edad, está leyendo Tal Cual. Qué curioso, hay gente que lee en las barras... Mientras espero, sigo observando este mundo raro. Y descubro con asombro que hay otro lector, con aspecto de empleado público y un trago de Something por delante, que lee, a ver... Algo de Pamuk.

En eso oigo una voz ferviente: “¡Bendito aquél que hirvió la caña!”, y entonces me fijo en unos hombres que toman ron y disertan sobre el tema. Parecen expertos, aguzo el oído, me entero de que el ron puertorriqueño es el más ligero, el jamaiquino el más denso, el venezolano el más sabroso. “Ahora bien, no hay nada como el ron cubano. El resto es literatura...”

Regreso al lector de Pamuk porque algo raro he percibido en él. Es como si sostuviera un diálogo secreto y apasionado con unas sombras que salen de las páginas de su libro... ¿Estaré alucinando...? Pero entonces se atraviesan dos hombres bien trajeados y encorbatados; ya almorzaron, se dirigen hacia la puerta y cuando pasan a mi altura oigo lo que dice uno de ellos: “... el alcalde quería organizar un recorrido a bicicleta alrededor de Portland con todo el Cuerpo Diplomático, pero éramos solo dos cónsules: el de Japón y yo...” Cuando vuelvo a ver al lector de Pamuk, ya ha cerrado su libro y las sombras se han desvanecido; él también se va. Al salir, se cruza con una mujer que irrumpe como una fiera.

La mujer barre la barra con mirada brava. Se voltea hacia las mesas, otra barrida infructuosa. Saca su celular mientras se instala en la barra. “Aló, Petra... Estoy en el bar, pero no veo a Leónidas... Me voy a quedar un rato: quiero ver con mis propios ojos por qué a ese muérgano le gusta tanto venir acá,... Vente pues, y me acompañas...”

El mostachudo desconsolado suelta entonces, entre dos sorbos de whisky: “Las barras son como algunas mujeres: ¡atractivas y malvadas!” ¡Uuuy, peligro! Miro a la mujer de Leónidas (porque supongo que eso no fue conmigo, yo soy buena gente). Afortunadamente para él, la malvada sigue en lo suyo con su celular en la oreja. ¿O la cosa será con esas tres mujeres que están sentadas a una mesa, tomando cerveza? Llevan pantalones de dril azul marino y botas de cuero negro amarradas con trenzas; son policías. Están pendientes de la tremolina que arman, al otro extremo de la barra, dos tipos ruidosos pregonando sus convicciones existenciales. Estridentes, irreverentes. “¡Si el trabajo es salud -profiere el más desaforado-, que trabajen los enfermos!” Y se enzarza en una perorata en la que creo adivinar un elogio de la pereza. Su interlocutor asiente con un sonoro “¡Wup, wup, wuuup” y toma otro sorbo de su tequila con cerveza fría, mani y papas fritas. Será mexicano, me pregunto, viendo sus botas de piel de serpiente cascabel. Sigue el otro homo bibendum philosophantis: “¡El que quiera conservar la salud, que beba vino!” Y exhorta: “¡Bebamos hasta caer exhaustos! ¡Y al despertar, combatamos el ratón con renovados bríos!” ¡Uff!

¿Y si voy y le doy la receta de la pisca andina? Dicen que es lo mejor para el ratón... Pero en eso llega mi amigo. Se me olvidaba, en mi contemplación, que estoy esperándolo.

Acaba de llegar de España para montar una zarzuela; en sólo dos días y tres barras, ha cosechado una cantidad de chismes del mundillo cultural, que yo, viviendo aquí, ignoraba totalmente... Se dispone a contármelos, mientras se come unos pimientos fritos acompañados de vino chileno.

Tres horas después, salgo de la tasca, un poco mareada por toda esa diversidad humana que se remueve en una barra. Ya es casi de noche, respiro el aire gasolinado de La Candelaria, y me abro paso entre los buhoneros, hacia al estacionamiento...

1 comentario:

Tito Graffe dijo...

Hola Amelia, ya veo que conoces muy de barras,parece cuento de esos que pueden pasar en la vida
bohemia y sobre todo la de Caracas,en mi ultimo viaje lo vivi en el callejón de la siete puñalada
bailamos y gritamos como nunca.
Saludos Tito


Click aquí