martes, 14 de julio de 2009

DE LA BARRA A LA PELUQUERÍA/ Eurídice Ledezma

http://tankgirlmedia.blogspot.com/

Hace algunos dìas fui a cortarme el cabello. Ya era hora. Habìan pasado seis meses desde mi ùltima visita a uno de esos templos de la belleza y ya comenzaba a sentirme como un àrbol. Pero mi elecciòn no pudo ser peor y el corte fue, para decir lo menos, de resultados altamente cuestionables. Aùn asì, cuando el casi adolescente carnicero me preguntò si me habìa gustado le contestè con una sonrisa de oreja a oreja: ME ENCANTO!

No sè que me pasa en las peluquerìas que nunca puedo ser yo misma. Quizàs por eso he sido objeto de toda suerte de desastres: mechones plateados que no pedi, cabello màs largo de un lado que del otro, peinados estilo Shirley Temple, cuentas exorbitantes y un larguìsimo etcètera.

Confieso que tengo una relaciòn de amor-odio con ellas. Y con los peluqueros, por supuesto. Detesto lo inadecuada que puede hacerte sentir uno de esos seres que con tijera en mano pretende transformarte en su idea de quièn eres tù.

Nunca saben què hacer con mis rizos. Cuando era pequeña habìa un barbarico tratamiento para aquellas que no tenìamos "el pelo lìndisimo de Drene", o sea lacio. Se llamaba el rollete y consistìa en darle la vuelta al cabello alrededor de la cabeza y sujetarlo con pinzas. Puede parecer inocente, especialmente en una època en la cual no se habìa extendido el uso del secador de mano y mucho menos el alisado japonès o la brasilera escoba progresiva, pero resulta que tengo un recuerdo tragicòmico imborrable en mi memoria.

Aproximadamente, a los seis años, en la època en la cual en el Colegio San Pedro me conocìan como Zanahoria, ganè un concurso de tarjetas de Navidad Infantiles convocado por la entonces Primera Dama de la Repùblica, Blanca de Pèrez. Todo muy bien. Increìble. La niña tenìa un talento artistico prometedor. Pero, ¿què hacemos con el look? Rollete!

La orden expresa de mi madre, que llegaba puntualmente a las cinco y diez de la tarde todos los dìas, era encontrarme con el cabello liso, lìndìsimo y ya lista para subirme a la tarima y recibir mi premio.

Bueno, ese dìa, me dediquè a jugar, a ver televisiòn, a ser niña, pues...aproximadamente a las cuatro de la tarde, Margarita, la muchacha oriental que me cuidaba, recordò la orden materna. Y me mandò a bañar. Veinte minutos despuès salì de la ducha y comenzò el proceso de colocar las pinzas en mi ensortijada cabellera que, en aquel entonces, sòlo conocìa un corte: totuma.

Como era de esperarse, a las cinco y diez de la tarde el rollete estaba listo pero mi cabello estaba absolutamente
mojado. Mi madre entrò en una furia de antologìa y, luego de gritar a todo pulmòn, me llevò a la peluquerìa que se hallaba a aproximadamente una cuadra de la casa. Lo ùnico que recuerdo es mi llanto incontenible mientras me gritaban y arrancaban las pinzas de metal que caìan descuidadamente en el callejòn.

Al llegar una de las peluqueras se apiadò un poco y comenzò la tarea de convertirme en la hija perdida de Popy. Y todo para que horas màs tarde yo pudiese recibir un horrendo perro de peluche amarillo, un diploma y un beso de la Primera Dama.


Por supuesto que en mi adolescencia fluctuè entre el fabuloso estilo escalonado de Farrah Fawcett y el absoluto despelucamiento rasta-Marley que produjo un inicial acto de rebeldìa bastante autodestructivo: No me peinè en un año y, encima, se me ocurriò meterme en una peluqeria a pedir que me hiciesen una permanente (afortunadamente la peluquera se conmoviò y, con toda sensatez, me gritò que si yo estaba loca).

Quizàs ese trauma infantil me hizo rebelarme el dìa de mi graduaciòn en la UCAB. En esa època ya no me llamaban Zanahoria sino Pelùa y la cabellera, ensortijada, indomable, me llegaba casi a la cintura. Bueno, la sublevaciòn implicò que cualquiera que vea las fotos de aquella noche, (una de las màs divertidas de mi vida, por cierto), jamàs podrà determinar si es mi nariz o mi oreja el minùsculo promontorio de piel que se asoma tras esa maraña capilar que amenaza con devorar el pobre birrete.


Y es que nadie lo expresa mejor que Pablo Neruda en su poema Walking Around: "el olor de las peluquerìas me hace llorar a gritos..." Bueno, no es exactamente el olor sino la total sensaciòn de inadecuidad y no pertenencia que me genera traspasar esas puertas y enfrentarme a esa fauna de seres con tijeras y crìticas que, invariablemente, me cuentan su vida en los primeros quince minutos.

Y es que fui ingenua, con la democratizaciòn de las peluquerias iniciada por Carmelo y su franquicia, pensè que tendrìa cabida en ese mundo. Me equivoquè. Pero aùn asì insisto cada cierto tiempo. Especialmente, cuando mi autoestima està baja y necesito que alguien me reinvente. Definitivamente, las mujeres podemos llegar a ser seres insondables e incomprensibles.

¿Le pasarà lo mismo a los hombres en las barberìas?





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