Creo que fue en enero o en febrero de 1981, cuando recibí una llamada telefónica de mi amigo Luís Correa, cineasta impetuoso y apasionado a la hora de convencer a los amigos. Se trataba de que ese mismo día, o a más tardar al siguiente, debería yo de tomar un avión desde Estocolmo para trasladarme a Caracas - “lo más directo posible”. Está loco, pensé. Pero a la mañana siguiente me encontraba ya en el aeropuerto de Arlanda, dispuesto a trasladarme a mi querida Caracas para atender a la cita convenida al día siguiente de mi llegada en las oficinas de CineFilms71.
¿Qué fue lo que me convenció de tomar tan apresurada e inesperada decisión? Bueno, como les dije, su apasionamiento no tenía límites y además ya se encontraban a bordo del “proyecto secreto” tanto Pedro Fuenmayor como Enver Cordido, Pancho Toro, Rodolfo Porro y Santiago San Miguel. Así que no fue difícil, al sentir suficiente nostalgia, decirle SÍ al peligroso proyecto donde me estaba arrastrando Luís Correa: nada más y nada menos, que la complicadísima producción de la película “Ledezma, El Caso Mamera”.
La oficina de Pedro Fuenmayor, herméticamente regulada por potentes aires acondicionados, estaba vestida de una elegante y gruesa alfombra blanca de peluche que cubría todo su espacio. Al entrar, a mano derecha, se encontraba su también blanco e inmenso escritorio, en el centro, frente al inmenso ventanal que daba a
Todos estos recuerdos me indicaron que no podía llegar con las manos vacías a Caracas, sobre todo porque a la cita de CineFilms71 concurrirían también periodistas, amigos y otras personalidades del momento.
El Tax Free de Arlanda solucionó mi problema, dos litros de akvavit sueco, galletas suecas, dos latas de pescado fermentado “surströmming” (arenque agrio) y un manojo de dill (eneldo) para las papas sancochadas. La sorpresa iba a ser grande, ya que la pestilencia que emana de la lata al abrirse pone a correr a cualquiera. Aunque luego, para los valientes que aguantemos la pestilencia, un filete de fino arenque con galleta sueca, acompañado de cebolla cruda en ruedas, papas con eneldo y un casi congelado trago de akvavit, nos ofrece la sensación de haber experimentado la muerte en vida.
Hablo de muerte en vida porque así de mal huele ese arenque agrio, sortilegio nacido de la fermentación que la Suecia de antaño, durante sus veranos, y sin las modernidades de las heladeras de hoy, se vio obligada a inventar para preservar la fugaz frescura del más vulgar, pero más intensamente apreciado, pescado de su salobre mar; y convertirlo así, en una delicadez difícil de apreciar o entender desde nuestra modernidad.
Dicho y hecho, son alrededor de las tres de la tarde del día siguiente de mi largo viaje y ya la oficina de Pedro está llena de gente. Se llegaba a esta peculiar oficina a través del foyer del antiguo cine La Carlota, subiendo por una serpenteante escalinata que antiguamente nos llevaba al palco del cine. Si la memoria no me traiciona, se encontraba también allí, entre otros,
Rápidamente, y luego de los tragos de bienvenida, el encuentro se convirtió en tertulia; y más pronto que tarde, me increparon a abrir las “supuestas” latas de pescado podrido. Nosotros los venezolanos somos todos tan machos, que ese cuento del pescado podrido, que no asusta a los bárbaros del norte, simplemente se resuelve probándolo. Pero al abrir la primera lata, una fétida nube de pestilencia comenzó a esparcirse en el hermético recinto, primero delicadamente, así como si alguien hubiera incurrido en alguna indiscreta flatulencia, para luego arremeter con toda su violencia y sacarle un despavorido grito de terror a Santiago San Miguel: “que marranada, Dios…” y dicho esto, salió corriendo seguido por gran cantidad de amigos escaleras abajo, y hasta más allá, hasta la calle, ya que el sistema de ventilación se encargó de distribuir una crispante hedentina que los persiguió hasta la mismísima entrada principal del antiguo Cine La Carlota.
Como bien apunta el refrán, ese que asegura que donde ronca tigre no hay burro con reumatismo, sólo los valientes, entre ellos Correa, Fuenmayor y algún otro que no recuerdo, se quedaron a probar la marranada; eso sí, “siempre y cuando yo la probara primero”.
El consecuente, espeso, o más bien aterciopelado, akavit escandinavo, poco a poco fue atrayendo de vuelta a una parte de los amigos desbandados, ofreciéndonos a todos la excelsa oportunidad de brindar por la aventura vivida y por haber sumado una experiencia más al acervo de las cosas que se podrán contar cuando la nostalgia lo requiera.
Así como ha sucedido hoy.
Liko Pérez
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