Entusiasmado por las historias de su tío Salvador, Albertico se escapó de su casa para ir al bar de Pueblo Nuevo a ver a la Reina del Llano. El tío Salvador contaba con verdadera emoción y a voz en cuello que era la mujer más hermosa de todo el llano y también de todo el país. Una morena de boca jugosa, cintura apretada, nalgas abundantes, firmes, sedosas y una voz que hacía estremecer hasta las piedras. Canta como un ángel, como una mujer enamorada, como una diosa, como se le debe cantar al amor, decía el tío Salvador. Y huele a pétalos de rosas, a rocío, a madrugada, y cada vez que el tío hablaba, Albertico se imaginaba mirando y escuchando muy de cerca a la Reina del Llano, como a veces, en su imaginación, se solazaba con algunas actrices de Hollywood, que de puro bellas le hacían doler el estómago.
Albertico estuvo reuniendo dinero un mes para ir en autobús y poder quedarse en algún sitio a pasar la noche. Le preguntó a su primo Edilberto y este le dijo que si debaja acompáñarlo hablaría con un prima de su cuñada para que les dieran cobijo. Albertico dijo que sí, y cuando reunió el dinero se fue con Edilberto a ver a la tan soñada reina llanera.
Llegaron a las siete de la noche a la casa de la señora Joaquina, quien comenzó a preguntar por todos y cada uno de los integrantes de la familia de Edilberto. Albertico sólo quería salir a buscar el bar, aquel sitio mítico donde los hombres ejercían su hombría en pleno, donde nadie les podía discutir decisión alguna y donde las mujeres obedecían sumisas y fascinadas cada pedimento masculino.
Llegaron al bar. La primera impresión de Albertico fue totalmente decepcionante. Parece un corralón en ruinas, le dijo a su primo. Las sillas impedían el paso, las mesas sucias, y un hedor a orines de borrachos los hizo retroceder. Buscaron el mejor sitio para ver el show, y pidieron dos cervezas a un mesonero sudado y con prisa que apenas les hizo caso.
A los pocos minutos una voz anunció la presentación de la Reina del Llano y la música comenzó a sonar. Apereció la mujer más fea que Albertico había visto en su vida. Aunque justo es reconocer, que a sus trece cortos años eran bien pocas las mujeres que había observado de cerca. La Reina del Llano era una flaca, sin gracia, con la cara huesuda, los ojos y los dientes saltones, una boca inmensa pintada de rojo como una señal de stop ¡pare ahí¡ y una voz que maltrataba toditicas las notas musicales. Albertico rió y le dijo a su primo, “hay que ver que mi tío Salvador, además de cuentero es tan ciego y sordo como el gobierno”.
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