miércoles, 13 de agosto de 2008

LA GRAN BATALLA / Petruvska Simne

Jaime Jota le dijo a Ender Crismas que sí, que le daba trabajo en el bar. No estaba totalmente convencido pero la intención del muchacho, estudiante de Letras de la Universidad Central, le parecía honesta y válida. Ender Crismas llegó con su morral a cuestas y en los ojos el brillo de la sinceridad. Miró el lugar, un horizonte de sillas y mesas desolado, y le propuso su plan para atraer clientes al caer de la tarde y hasta las diez de la noche por aquello de la inseguridad que impera en la ciudad capital.

Pero ¿cómo vamos a atraer a los clientes? Preguntó Jaime Jota. Yo no tengo licencia para contratar stripers, le aclaró con un tono de desesperación.

Confìe en mí, le dijo el muchacho, mi método es irrebatible, infalible, irreductible. Y ante esas palabras tan importantes, que nunca, a ninguno de los habituales al bar se le ocurriría usar en alguna oración, le dijo que estaba bien, que empezara al día siguiente, martes de poca monta y menos clientes.

El muchacho sólo pedía como paga una cena, y la cantidad de cervezas proporcional a la ganancia obtenida. Si era el doble, dos cervezas, si el triple, tres cervezas y así sucesivamente.

Jaime Jota sonrió para sus adentros porque verdaderamente pensó que el muchacho no sabía lo que decía, cerraron el trato y le dijo que lo esperaba mañana a las cinco de la tarde.

Al día siguiente Jaime Jota, imbuido en sus asuntos y deberes, no notó que en toda la calle y la fachada del bar estaba tapizada de avisos que invitaban a conocer al mejor cuentacuentos de la historia contemporánea. El muchacho llegó a la hora prevista, con su morral a cuestas, sus ojos brillantes de sinceridad y una sonrisa de extrema confianza. Al bar apenas llegaron unos cinco parroquianos, en realidad eran los mecánicos del taller vecino, que habían pedido un adelanto salarial para pagar las cervezas.

Ender Crismas comenzó a contar con voz grave y pausada la historia de un hombre que dejó sola a su esposa por ir a la guerra de Troya a rescatar a la esposa de un amigo, que habia sido secuestrada. Lo atacó un gigante que con un solo ojo veía más que él mismo con dos. Tuvo que amarrarse a un palo del barco y taparse los oídos porque unas sirenas más bonitas que las protagonistas de los Ángeles de Charlie lo querían encantar. También la Salma Hayek de las diosas, Calipso, lo quería como marido y lo tenía secuestrado en una cueva. Narró especificando cada detalle, hasta lo qué pensaba la esposa, y lo qué hacía mientras esperaba a ese marido dilatado. Antes de concluir la historia pidió la cena, y dos cervezas que se las tomó con calma. Luego se despidió diciendo que al día siguiente les contaría el final. Los hombres se alteraron, exigieron que les revelara el final, pero Ender Crismas se mantuvo inmutable y sólo les dijo: Mañana se van a enterar de cómo este hombre pudo estar veinte años separado de su esposa y mantener ese matrimonio.

Al día siguiente el bar estaba abarrotado de hombres, tantos que Ender Crismas pidió como adelanto tres cervezas antes de continuar con la historia. Volvió al inicio de su narración pero esta vez deteniéndose con más minuciosidad en las detalles, describiendo el cabello de las sirenas, la cintura de Calipso, los ojos de Penélope, la esposa del protagonista, y además muy alegre porque las cervezas llegaban a su mesa sin dilación y así mismo ¡glug glug! sin tardanza, se las embuchaba, aunque las palabras comenzaban a enredarse cada vez más en su lengua, y lo peor de todo: en su cerebro. En ese despelote fue cuando dijo que el protagonista se llamaba Drácula, el vergatario de Transilvanía, y en ese mismo momento se desató la trifulca monumental, con lluvía de vasos llenos de cerveza, y botellas aterrizando en cabezas y espaldas, golpes con sillas que iban y venían, mientras Jaime Jota cerraba con dos llaves la caja registradora y Ender Crismas se escabullía, arrastrándose hasta la puerta de salida, con su morral a cuestas y una botella de cerveza aun sin terminar.

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