Acodado en la barra, observo en el espejo. El ambiente resuena del choque de vasos y voces imprecisas. La charla de aquel hombre en el otro extremo es incomprensible y no me deja pensar en mí mismo, ver mi rostro emborronado en la luna de azogue manchado. Habla de cosas sin interés para mí: visitantes del día, el accidente que presenció a las puertas del negocio, el palabrerío de una filosofía sin ideas, como decir que la vida hay que vivirla, no aplacarla. Dice que él cumple su deber y luego la voz se pierde en el bullicio quede que estoy allí, acodado producen otras voces también incomprensibles. No me dejan percatarme a sueños, o creer que ese que me mira desde mi propio reflejo soy yo mismo. ¿Y qué puedo decir de ese personaje que me observa desde el vidrio opaco, multiplicado de vasos y botellas, que apenas escucha al cantinero decir su oración de rutina?
Hoy en la mañana me vi en otro espejo, con el rostro enjabonado que parecía estar conforme, sin trazos de incertidumbre o la angustia que deja el trasnocho. Cumplí el hábito de levantarme para hacer lo de cada día, salir al paso repetido de conocer y enfrentar y evadir, hasta llegar al cansancio de la tarde y estar otra vez ante la barra de la taberna, frente al espejo de siempre, las voces de siempre, la penumbra y el humo. Pienso que también este espejo en el bar estará desgastado de tantas caras cansadas, formas torcidas que vienen del azogue y parecen una multitud de risas y gritos. Se abrazan efusivos en gestos, expresando afectos que no tienen. O quizás si los tengan, pero en este lugar los gestos se confunden por el movimiento de las luces reflejadas en el espejo. Hablan del juego y de la apuesta ganada, de la partida del candidato que parece tener el triunfo. Se le agasajaría por no sé qué cosa y se vaticinaría un futuro inmenso para él y para su partido. En toda esta algarabía, el único que parece decir algo de verdad es el cantinero: ¡Vivir la vida, no aplacarla!
En la butaca del rincón ves a la mujer acomodando su cabello ante un pequeño espejo. Piensas que es el mismo que te contempla cada mañana, el mismo también que te vigila en la penumbra del atardecer. El espejo es la prueba de que hay alguien allí. Porque este día, al llegar al bar, estaba vacío de voces y de sombras. Nadie sino tú y el cantinero en el espacio inmenso por la duplicidad de los cristales; y la mujer arreglando su rostro para alguien que no llega, o no llegará esta tarde.
Pediste la copa de vino y volteaste hacia el rincón donde la mujer estaría haciendo lo mismo en su larga espera. Te extraña este silencio de hoy en el recinto siempre bullicioso, y observas la mano del cantinero que sirve tu copa vertiendo el resto de la botella. De reojo buscas la presencia de la mujer y no la hallas. ¿Se habrá ido ante la desesperada espera? Estaba ella sombría en esta luz de artificio, sin percibir nada más que sus confusos pensamientos, expectante por este hacer para hacer nada. Espera, tiempo hueco lleno sólo de evocaciones sin rumbo. Llega la hora y pasa a otra sin anunciar su transcurso.
Es ahora el fin de la tarde y aún no comienza el día. La espera gotea esperma desde las yertas lámparas.
Eso imaginas de la mujer. Su paciencia agotó la espera y ha ido a otro lugar, a buscar nueva compañía.
Si preguntaras al cantinero qué ha sucedido este día, por qué el bar está desierto, no tendría respuesta para ti. Detrás del mesón cubierto de copas y botellas, permanece impasible limpiando lo que está limpio, callado ante tu silenciosa pregunta.
Y de modo casi imperceptible se voltea el cantinero hacia el espejo y ve allí, reflejados, a todos los comensales, los bebedores habituales, y te ve a ti también; pero no está la mujer. Escucha con tedio el tabernero la conversación de los vasos y los temas cotidianos.
Pero, en cambio, tú no ves a nadie, la sala está vacía, y sólo percibes el perfume que dejó la mujer en el espacio oscurecido del bar.
3 comentarios:
Celebro que la barra haya elevado el tono de sus conversaciones y que trabaje con claves mas literarias, propias de un verdadero escritor. Aunque el cuento no sea tan abstracto como pretende ni es tan visual como procuran las ilustraciones. Véase tan solo el final para entender que no se trata de una obsesión 'borgiana' sino del procedimiento de Patrick Süskind en "El Perfume".
Excelente texto, bien escrito, equilibrado, sugerente. Alejo Urdaneta es, sin duda, uno de los grandes cuentistas de Venezuela. Magnífico que esté en esta barra de amigos. Un millón de gracias y felicitaciones.
Eduardo Casanova.
Bellisimo cuento, como lo han sido todos. Y es que no puedo decir otra cosa de mi padre.
Mil besos papito
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