miércoles, 22 de agosto de 2007

EL BAR CIRCUNSPECTO/Roberto Echeto ®

Bar (Del ingl. bar, barra).
1. m. Local en que se despachan bebidas que suelen tomarse de pie, ante el mostrador.
2. m. Cierto tipo de cervecerías.
DRAE


Nos gustan los bares; nos fascinan las botellas ordenadas detrás de la barra, la oscuridad casi sólida que se esparce por sus predios, la atmósfera fría y cómoda que conforma un útero de humo en el que se habla y se llora o se sufre y se ríe.

Hay bares siniestros, donde hasta el ron es de mentira. En cambio hay bares fascinantes con cómodas butacas, cuadros bonitos, paredes de madera y algo que no tiene precio: calma, tranquilidad, nada de Olga Tañón a todo volumen; silencio, aire acondicionado, ruido de copas lejanas y más silencio.

A nosotros nos regocijan los buenos bares, pero no nos gusta beber en exceso; nos fastidian los borrachos, sobre todo los que disertan, los que comienzan a darte palmadas en la espalda, los que lloran dementados o, peor aún, los que te invitan a navegar (otra vez) por las aguas siempre turbias del arroyo inmundo de la vida galante. Debe ser que se nos estamos poniendo viejos y que comenzamos a ver la belleza de los bares (y del mundo en general) con ojos tranquilos.

A diferencia de los bares, las tascas se caracterizan porque todo en ellas es exageración. Por lo general, sus barras tienen una especie de telón hecho de jamones que penden casi a la altura de las cabezas de quienes se sientan allí a beber cerveza y a comer tapas de distintos calibres, mientras en el fondo, y detrás del barman, siempre hay un televisor encendido que replica el mismo partido de fútbol o de béisbol que difunden los demás televisores esparcidos por todo el local. Otras veces, quien visita una tasca, pasa por debajo de una suerte de instalación también hecha de jamones serranos que, en esta oportunidad, cuelgan de todo el techo del establecimiento, haciéndonos creer que estamos debajo de una suerte de «Penetrable» de Jesús Soto, pero conformado por cientos de deliciosas patas de cerdo. Lo único que Roberto pide para creer en la bondad de tales instalaciones es que los jamones sean reales y no burdas réplicas de yeso diseñadas para imitar los jabugos y los patas negras de la vida real.

La tasca vista como restaurante es distinta a la tasca a la que sólo se va a beber y a intercambiar opiniones al compás de la música apocalíptica de un hombre-orquesta que canta por igual saetas y merengues. Esa tasca, la de la rumba, es heredera de aquel lugar al que las señoras de antes llamaban «botiquín», proponiendo con tal nombre una evidente relación entre el alcohol que sirven en el bar y el isopropílico que debe haber a borbotones en todo gabinete dispuesto para ofrecerle los primeros auxilios a quien los necesite. En los botiquines había rockolas llenas de boleros indecibles que ponían melancólicos a aquéllos que no bailaban con las ficheras y que se quedaban sentaditos, rumiando sus cuitas en medio de la colorida niebla de sus propios cigarros.

Pero a nosotros no nos gusta el manido patetismo de esos lugares. Nos fascinan los bares en los que no importa si pides un Campari con jugo de naranja o un bull shot porque hay infinitas botellas en la barra mostrando sus etiquetas y un barman que se sabe todas las claves para combinar sus respectivos contenidos.

Así como los niños van a la guardería, los adultos vamos al bar. Los infantes juegan con plastilina y los grandes nos divertimos dibujando sobre las servilletas y bebiendo cualquier maravilla líquida que nos ayude a salirnos del mundo real durante dos o tres horas.

Un bar, una pata momificada de jamón serrano, una cerveza, boquerones, tortilla, maní… La felicidad adquiere las formas más extrañas, pero está siempre a la vuelta de la esquina.

Salud.

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