sábado, 15 de agosto de 2009

ELEAZAR DE ARABIA/ Leonardo Rodríguez

Le debo varias cervezas y otros momentos a Eleazar León. Todos, sí, relacionados con la poesía. Tan enamorado andaba de Ella-porque era Ella y se parecía a una princesa persa- que podía pasar noches enteras hablando de sus gracias y oficios. Los enamorados pueden aburrir tanto como los fanáticos, se sabe, pero no, en este caso, a mí. Eleazar era no sólo un militante sino un enamorado de la poesía. Sospecho que ese romance constante fue su secreto, humilde orgullo. Ella, Diosa blanca, rosa negra, brújula del descarriado, perra sagrada, Lo-Li-ta. En su caso, ser profesor universitario equivalía a servir en el altar de esa virgen gozosa. ¡Qué amable fue con quienes nos atrevíamos, casi a escondidas, como quien entra en un club de strip-tease, a inscribirnos en su taller de poesía! Corría un rumor esterilizador o pasteurizado en aquella escuela, en realidad en muchas escuelas: la poesía o no tiene nada de aprendizaje o no se escribe sino después del doctorado y, si se es más sensato, después de la jubilación. Eleazar la servía con más alegría y también reverencia. No era un poeta hooligan ni tampoco protocolar. En cualquier momento, como quien saca su guitarra más metafórica, te regalaba un pedazo de última noche a menudo con lujo de detalles. Para él, el poema era una ofrenda y, a veces, un piropo no del todo cifrado. Miel en los muslos de la ninfa. Era astuto: puede no haber poetas, decía ante la concurrencia femenina, pero siempre habrá maravillas. ¿Para qué tantas maravillas? Es una pregunta que se me antoja esencial y a la que, creo, Eleazar sabría responder mucho mejor que yo.
Jazz y poesía, Eleazar, más allá de la doña.
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