Definitivamente, Pablo Antillano tiene razón, cuando dice “las barras te ofrecen las dichas del viaje y la expedición”. En ellas, te encuentras como en un barco, tren o avión conociendo el mundo en sus particularidades. Viajar a Paris, Roma, Madrid o New York. Sentarte en una de sus barras, te da la sensación de un dejá vu. Todo está visto en sus esencias estético-ambientales, vale decir en sus decoraciones. E incluso, la fisonomía de los habitué a las barras de esos países es bastante conocida. Es como si estuvieras en Venezuela, me decía un imberbe sobrino que viajó a Europa por primera vez. En el caso que nos ocupa, pretendo reeditar lo que vi en una muy sui generis barra que disfruté a plenitud en Mara Mures, una zona montañosa del norte de Rumania. Digo sui generis porque, como establecimiento, no reunía los elementos físicos necesarios para ser catalogada como tal. Sin embargo, la disfruté como una gran barra. Particularmente por los conter
Viajé, con mi mujer, a conocer esa zona, invitado por unos grandes amigos rumanos quienes muy amablemente pretendían mostrarme la naturaleza salvaje, por demás hermosa, de esa montañosa región. Decía haber disfrutado la rústica barra ubicada en un verdadero tugurio cuyos asiduos, campesinos todos ellos, incrustados existencialmente en un tiempo difícil de precisar; todos me “bombardeaban” con preguntas acerca de Venezuela y donde estaba. Uno de los campesinos, estimulado por el alcohol, se aventuró a responder que Venezuela se encontraba ¡en el este de Rusia! Posiblemente tenía razón. Esto es, si observamos al globo terráqueo, con la lógica del campesino rumano, repito, por ser un hombre que vive en un tiempo difícil de precisar.
El caso es que gocé mi recién conocido espacio salvaje. Conversando con los campesinos rumanos, me invitaron a conocer el “cementerio alegre” de Mara Mures. Raudo y veloz me apresuré a aceptar la invitación, por la curiosidad que generaba en mí el nombre con el que bautizaron un sitio en el cual la tristeza y la solemnidad, por lo general, es la regla de oro. Los campesinos botella de tsuica en mano (típica bebida alcohólica, hecha por ellos a base de ciruela, cuyo olor y sabor al principio es un tanto fuerte, pero, después quedas atrapado por el gusto) me “adentraron” en el “cementerio alegre”. Lo particular y simpático, -para utilizar una expresión-, es que en ese camposanto, cada tumba tenía un llamativo epitafio, en el cual se detallan, en síntesis, la virtudes y defectos de la persona enterrada. Si el individuo fue un mujeriego, lo describen, en pocas palabras, como tal; igual, si fue un avaro; si fue mal marido que no cumplía con sus deberes, lo presentan como tal. Con las mujeres pasa lo mismo.
Mis guías, los campesinos rumanos me dijeron que ellos siempre conversaban en su tugurio (para mi ¡una barra!) para ser recordados como unos alegres tomadores de tsuica y contadores de chistes, por lo que sus coterráneos deben tomar en cuenta esa actitud destacando su semblanza en vida.
Es ahí donde entendí a Claude Lévi-Strauss en su trabajo Antropología Estructural cuando concibe la cultura como un sistema de comunicación simbólica que se ha de investigar apoyándose en métodos utilizados por otros, como por ejemplo la literatura, el cine, la política o los deportes. En este caso, visitar el “cementerio alegre” fue clave para, mediante datos sencillos y simples, comprobar que la naturaleza humana es similar, en su esencia, cuando se trata de confraternizar frente a una barra la cual te ofrece, repito en paráfrasis a Pablo Antillano, la dicha del viaje y la expedición.
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