lunes, 7 de enero de 2008

MARCELINO (Fragmento)/ Federico Vegas

Que bueno que te gustó.
Va a salir en un libro de cuentos hacia marzo. Yo escogería un fragmento (no todo porque acabamos la emoción de la publicación), el que tu quieras, y lo colocaría invitando a los amigos de la barra a compartir los recuerdos que tengan de Marcelino.
fv


II

Siempre que cruzábamos juntos la ciudad lo hacíamos con una elegante parsimonia: nunca sobrepasamos los sesenta kilómetros por hora. Desde su Toyota azul cobalto el tiempo y la ciudad se estiraban. Éramos legítimos dueños de las calles, inspectores que paseaban revisando la sensualidad de las curvas y la franqueza de las rectas, el reposo de los árboles y la frescura de la noche; príncipes que se exhibían en una serenísima carroza de carnaval, generales avanzando por el campo de batalla en un tanque de guerra, armadores griegos en un carguero con tesoros en las bodegas; insultados por quienes nos adelantaban a toda prisa, celebrados por los pocos que aceptaban la nobleza de nuestra parsimonia.
Recuerdo una noche que fuimos a la Peña Tanguera. Allí Marcelino se había enamorado de una bailarina argentina con nombre de torta criolla: La Bejarano. Apenas conocerla, a La Bejarano le dio una lechina furibunda que le cubrió hasta la palma de las manos y el blanco de los ojos. Marcelino se la llevó a su casita en Altamira para cuidarla. Todas las tardes la embadurnaba de caladril con almidón y vigilaba que no se rascara las ronchas: no le podían quedar marcas a una mujer que vivía de presentarse ante su público más desnuda y depilada que una lagartija. La noche que lo acompañé, Marcelino soltó en la barra del bar una sentencia de despecho:
—Necesitamos novias que nos comprendan, amantes que nos distraigan y esposas que nos mantengan.
Pero él venía de mantener, comprender y divertir a una mujer con fama de ingrata y fugaz.
—Es que tenía algo de Venus y Pinocho —le escuchamos decir con melancolía, añorando a la despampanante y narizona Bejarano, quien ya estaba en franca recuperación y enredada en otras seducciones. En el despecho de esa última sentencia nos revelaba la última carta que quiso jugar con la infiel Bejarano: una amistad duradera y sin ataduras en la cual predominara la lealtad y algunos fragores libres de culpa y compromiso.
Cuando salimos del local a las cuatro de la mañana, apenas tomó el volante de su camioneta, Marcelino me anunció:
—Me gusta sentir el vértigo de la seguridad.
Y no habló más, tenía mucho en que pensar. Esa madrugada iniciamos uno de los viajes más lentos que recuerdo: acompañados por un concierto de Brahms hicimos tres cuartos de hora entre Bello Monte y Altamira. Yo soñaba con tener una máquina tan fiera como aquella camioneta, capaz de llevarlo a uno al corazón de la Gran Sabana, a los carnavales del Callao, a las orillas del Ventuari. Le pregunté cuánto le había costado y me respondió:
—Bien poco para todo lo que cabe. Aquí entran mi compadre Paco Vera, cinco putas y un arpa.
Cuando íbamos a Caruao arrancábamos escuchando a Piazzolla y, al pasar Punta de Mulatos, le tocaba el turno a Janis Joplin. Ella nos acompañaba con su vigorosa melancolía a lo largo de la costa mientras el amanecer iba reverberando en el mar.
A partir de Los Caracas la carretera subía y bajaba por la Cordillera de la Costa. Nos elevábamos dando curvas por los cerros hasta divisar las playas salvajes de Todasana y La Sabana, para luego descender en picada y atravesar las quebradas que bajan de la montaña. Esos pasos del sol pleno y las brisas despejadas a sombras húmedas y profundas se prestaban a una creciente variedad de temas y estados de ánimo, lo que hacía de la travesía un drenaje a los líos de mi atropellada adolescencia. Me sentía seguro con mi guía, quien siempre me entregaba el volante a mitad de camino.
Marcelino conocía de su camioneta hasta esas manías y malcriadeces casi humanas que tienen los motores y las cajas de cambio. Una vez nos agarró un aguacero desde que pasamos por Naiguatá, y al llegar a Guayabal encontramos el río desbordado. La carretera de tierra se había convertido en un lodazal con crestas y remolinos. Varias camionetas se habían quedado pegadas tratando de esquivar aquel formidable pantano. Marcelino examinó la situación desde su puesto de copiloto y, con la expresión de un caimán que despierta de su siesta, me dio una sola recomendación:
—Mujer y barrial por el centro.
Y la toyota azul cabalgó sobre las aguas turbias con rugidos gástricos de nave a vapor, y una estela sepia señaló la ruta a los timoratos que desistían antes del primer intento.

3 comentarios:

Manuel Rachadell dijo...

Hola Federico, gusto en saludarte. Pablo Antillano me dio la dirección de este blog y aprovecho para comentarte una situación graciosa que me sucedió con Marcelino. Un 24 de diciembre, por allá al final de los setenta, llamo a Tulio Monsalve y le digo:
"Tulio: Tu no lo creerás pero esta noche no tengo ninguna fiesta". Tulio me responde: "Chela y yo estamos invitados a un bonche en la casa de Marcelino Madriz, si quieres vente con nosotros". Le digo: "Pero si yo no conozco a Marcelino". Contesta Tulio: "No importa, estoy seguro que él no tendrá problema con eso". Esa noche llegamos a la casa de Marcelino y él sale a saludarnos muy sonreído. Yo le digo, como si lo conociera: "Hola Marcelino, cómo te va?", y él me toma por el brazo, me lleva aparte y me dice en voz baja: "Pasa, mijo, pasa, que esta fiesta la están salvando los coleados".
Bueno, de repente este blog lo salvan también los coleados. Saludos a todos y ¡feliz año!

Manuel Rachadell

carloszerpa dijo...

UNA MUJER QUERIA SACAR A BAILAR EN UNA FIESTA AMARCELINO...
Y EL LE DIJO:
"NO BAILO PORQUE PIERDO PALOS"

¿QUE TAL?
UN ABRAZO
CARLOS ZERPA

María Manuela dijo...

YO RECUERDO DE MARCELINO LO QUE USTEDES RECUERDAN.
Y MENOS MAL QUE RECUERDAN, PORQUE SI NO, NO RECORDARíA NADA.
GRACIAS POR COMPARTIR SUS RECUERDOS.
QUE CUERIOSIDAD ME DA!...
OJALÁ HUBIESE PODIDO CONOCER A MI ABUELO.
gracias.

MANUELA
mlachinam@hotmail.com


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