miércoles, 2 de enero de 2008

EL CRIMEN PERFECTO Y EL BAR DE MALA MUERTE / José Pulido

En días pasados estuve en un encuentro sobre la novela policial y la novela negra. Y en varias ocasiones, el público quiso que se tratara el tema del crímen perfecto. A lo mejor las grandísimas fortunas acumuladas en manos de unos señores que han sabido hacer dinero con este o aquel artilugio, podrían asumirse como alegorías al crímen perfecto, pero hasta ahí llegan.

Es imposible que floresca el crimen perfecto. Sólo existen policías imperfectos y jueces irresponsables que dejan pasar las cosas y no agarran ni castigan a los culpables. La imposibilidad estriba en que el crimen, en si mismo, es una imperfección.

Al menos, es una imperfección para la búsqueda de un hombre supuestamente adscrito al bien, que respete la declaración universal de los derechos humanos y los mandatos de su religión, sea cual fuere, porque la mayoría de las religiones llevan de fijo el mandamiento de no matarás y aquello de “no le hagas al otro lo que no quieres que te hagan”. Tampoco es muy recomendable hacerle al otro lo que quieres que te hagan, porque podrías perder la ya destartalada y desprestigiada militancia en el sector heterosexual de la sociedad.

Pensando así, nunca escribiría una novela con la intención de demostrar que el crímen perfecto es posible. Tampoco podría escribir una buena novela policial basada en ese refrán que dice: “El crímen no paga”, porque definitivamente, es una afirmación ridícula. Hay camionetotas y camioneticas, hay haciendotas y hacienditas, hay cuentas en dólares y cuenticas.

Tampoco serviría “Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”, porque se ha visto que los ladrones constantemente son perdonados si roban a un inocente. Aunque nadie es inocente, según la novela negra.

Volviendo a lo del crímen perfecto, hay inclusive quienes señalan que Jesús de Nazareth desplegó toda suerte de sutilezas para que el Estado, el imperio romano, las autoridades religiosas y el pueblo soberano, se convirtieran en asesinos; motivó a unos cuantos para que lo torturaran y lo mataran. De esa manera el podía mostrar a la humanidad la esencia del amor y del perdón. Pero no pudo realizar el crímen perfecto contra sí mismo porque dejó muchas huellas en la elaboración de la trama. Comenzando con aquello de la última cena, que se tradujo en una frase reveladora: “uno de ustedes me traicionará”. Y se llamaría traidor aquel saporreto que lo delatara ante la soldadesca. El sapo denunciaría: “ese que va ahí es Jesús”. Como si se tratara de un desconocido. El profeta, el hombre que se la pasaba levantando muertos y haciendo que los ciegos vieran. El hombre sagrado que multiplicaba los peces y convertía el agua en vino. Otro gallo cantaría si hubiese transformado el vino en agua. Igual lo hubiera matado el populacho. Pero el mundo entero parecería un bar de mala muerte.

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