martes, 22 de enero de 2008

BRINDANDO CON CARUSO/ Rosa Bertín

Estoy diseñando unos bocetos que voy a presentar en el Florida Grand Opera de Miami, un concurso para el vestuario de la ópera “Norma” que se montará en el 2009. Me asesora una amiga, profesora de música, y esta mañana me contaba que atendió a Vera Rosza, la gran maestra de canto, cuando vino a Caracas hace unos veinte años a dar una clase magistral en el Museo del Teclado: declaró que nunca había escuchado, en ningún país, tantas voces maravillosas reunidas en una sola clase.

Para estar en armonía con este feeling belcantista, este viernes de barra le pedí al barman un Caruso. Me lo tomé a sorbitos ricos, pensando al mismo tiempo que este país siempre ha sido muy musical. Ya en la época de la Colonia, a fines del siglo XVI, según me contó mi amiga la profesora de música, la Capilla Mayor de Caracas tenía un órgano, y cuando pocos años después fue incendiada durante la incursión de unos corsarios ingleses, de inmediato los curas encargaron otro órgano, y luego otros más, que llegaban a La Guaira desde España a través de Santo Domingo. Venían desmontados y aquí eran cargados en recuas de mulas que atravesaban selvas, llanos, páramos, llevando la música hasta las remotas provincias andinas. Era tal la afición, que Boves utilizó la música para tender una trampa mortal a los mantuanos: al final de una velada musical en Cumaná, los masacró a todos...

Mi segundo Caruso ahuyentó de mi mente tan sanguinaria gesta. Mientras saboreaba el refrescante combinado de ginebra, vermut seco y crema de menta, recordé que en mi adolescencia, con mi amiga hoy profesora de música, formábamos parte del coro del colegio. Lo dirigía el querido maestro Ángel Sauce que nos llevaba con tanta paciencia. Yo tenía voz de soprano y el maestro Sauce me ponía a cantar como solista una canción de V. E. Sojo: “Malhaya la cocina, malhaya el humo”. Fue premonitorio, nunca aprendí a cocinar, sólo a preparar cocktails.

Hoy en día, cuando escucho una y mil veces “Anch’io” o “Tacea la notte” o “Casta Diva”, el mundo a mi alrededor desaparece. Cómo me habría gustado ser cantante de ópera y vivir pasiones desatadas, sentimientos sublimes... eso sí, sin peligro real, arriesgando sólo mis cuerdas vocales.

Me imagino vestida con la larga túnica de seda cruda que estoy diseñando, el cabello hasta la cintura, la frente ceñida de una corona de verbena, y en la mano la hoz de oro para recoger el muérdago sagrado. Ahí estoy, en éxtasis, de pie en el centro del escenario iluminado por la luz plateada del plenilunio, cantando “Casta Diva”, alzo lentamente los brazos al cielo, igual que María Callas, estoy transportada por la celestial cabaletta: Spargi in terra quella pace cheee ee ee regnar, cheee ee regnaaar tu fai neeel ciel... Al final, unos segundos de silencio: el público está sobrecogido. Y de repente, el estruendo de la ovación, unas voces que gritan “¡Brava, bravísima!”, las flores que llueven a mis pies sobre el escenario, y yo me inclino con gracia para recoger dos flores, una la lanzo al director de orquesta, la otra al público, y el teatro se viene abajo...

En eso, unas voces me sacaron brutalmente de mi ensoñación. Venían del otro extremo de la barra, un grupo de fanáticos apaleados pero irreductibles entonando su “Le-on, le-on, le-on, le-on... le-on, le-on...” No pude con la dura realidad. Apuré mi Caruso y me fui a mi casa a escuchar a la Callas sin nadie que me perturbe.


ILUSTRACIONES: Florida Grand Opera de Miami, José Tomás Boves y María Callas.

MÚSICA: Escuche la "CASTA DIVA" de María Callas en la ROCKOLA DE LA BARRA mientras lee la crónica de Rosa Bertín.



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