jueves, 13 de diciembre de 2007

(UN) CUENTO DE NAVIDAD/ Crónicas Barsianas de Raúl Fuentes

El Viñedo estaba en pleno apogeo. Aún no existía el boulevard de Sabana Grande y la República del Este apenas comenzaba a sentar sus reales en el Triángulo de las Bermudas. En la fachada del edificio de la General Electric colocaban unos gigantescos renos anunciando el arribo inminente de San Nicolás, los cuales - según el gran Baica Dávalos - o eran sospechosos de mariconería o eran renas, pues carecían de atributos visibles de masculinidad. Un arbolito aquí, un pesebre allá y unos reyes magos más allá nos decían que estábamos en diciembre. Sin embargo, no fue sino cuando la grave y bien modulada voz del inolvidable Héctor Myerston nos dijo por ahí debe venir mi hermano ofreciendo sus famosas hallacas vegetarianas que tomamos plena conciencia de que, en efecto, teníamos encima lo que el editor de este blog llamaba el mes de los chantajes afectivos.

Ya el país había dicho sí a la democracia con energía y, pasada la resaca electoral, comenzaba atiborrase las tiendas y a proliferar los bazares de navidad, refugio estos últimos de trasnochados hippies devenidos en artesanos de fin de año, auque su principal ocupación eran la meditación y el cultivo hongos del género psilocybe, conocidos también como hongos mágicos. En tanto que micocultores ejercían principalmente en Mérida, pero llegada las festividades decembrinas solían venirse a Caracas en busca de algunos centavos y, también, de los profetas e iluminados locales.

Festejábamos, pues, y desde muy temprano en la terraza de El Viñedo sin otro motivo que el festejo mismo, cuando el desganado chancleteo de uno de aquellos esclarecidos del páramo llamó nuestra atención. La indumentaria de aquel tipo era de espanto y brinco y su extravagancia sólo era comparable con la del pintor Pascual Navarro quien vestido de blanco, con capa, sombrero, bastón y una increíble colección de anillos salía en aquellos momentos por las puertas de la librería Cruz del Sur, situada justamente frente a nuestro mirador. ¿Quién es ese loco?, inquirió alguien, sin precisar si se refería al artista plástico o al espantapájaros que ya repartía invitaciones para una experiencia psicotomimética a cargo, entre otros, de Alberto Sánchez y Cappy Donzella. El evento se realizaría esa noche en la Zona Feérica de El Conde, justo donde se construyó después Parque Central y a la sazón terreno baldío que servía de asiento a una heteróclita colección de iniciativas culturales y recreativas con olor a guiso.

A falta de algo mejor que hacer, la invitación nos tentó y, así, fuimos primeros chicharrones en un galpón de usos múltiples donde se habían desarrollado espectáculos audiovisuales de gran envergadura, como Imagen de Caracas, pero que para aquel momento había sido degradado por toda suerte de festivales de rock mal tocado y peor bailado por una fauna de chancleteros y fumones que vociferaban consignas exaltando el poder de las flores, del cannabis sativa, de la paz, del amor y, por supuesto, del sexo sin límites.

La experiencia psicotomimética resulto ser más de eso mismo con un bazar de navidad como atracción adicional: decenas de parejitas descalzas, cuando no semi desnudas, vendiendo toda clase de sortijas, pulseras, collares y guirindajos diversos, así como pachulí y otros aceites esenciales; sandalias y camisas hindúes; papel de fumar, pipas de agua y vaporizadores; afiches, franelas con, ¡como no!, el rostro del Ché, y una innumerable provisión de baratijas de gran popularidad y aceptación por aquellos día entre los rezagados hippies del patio. También habían instalado varios quiscos para el expendio de alimentos y bebidas: sándwiches vegetarianos, arroz integral, jugos de frutas, té de todas las regiones imaginables y un vasto y multicolor surtido de dulcería criolla, que nos abstuvimos de probar porque pensábamos que, seguramente, estaba sazonado con hachís, hongos u otros alucinógenos. Destacaba en esa feria de comida macrobiótica y zanahoria un puesto sobriamente arreglado con un letrero que anunciaba, ¡vaya casualidad!, las famosas hallacas vegetarianas de Don”. Allí nos detuvimos a saludar a Don y Héctor aprovechó para adquirir hallacas y bollos que se resignó a cargar en una especie de porsiacaso que su hermano le obsequió a manera de aguinaldo.

Lo que más nos llamó la atención de aquel mini woodstock caraqueño fue la total ausencia de caña. Interrogamos a uno de los organizadores y éste nos explicó que el aguardiente no ligaba bien con la hierba y que, además, no tenían permiso para expender bebidas alcohólicas. Esto fue argumento más que suficiente para tomar las de Villadiego y buscar donde abortar la incipiente resaca. No tuvimos que caminar mucho para encontrar donde saciar la creciente sed. Nos instalamos en un viejo botiquín de San Agustín del Sur del cual recuerdo todavía con suma claridad algunos detalles, aunque no el nombre: encima de la puerta de batientes, una hornacina con un demonio clavando un tridente en el abdomen de un arcángel; el piso ajedrezado en blanco y negro con una capa de aserrín que, de vez en cuando, era barrido por el encargado de la limpieza; la barra alta, altísima, de madera oscura, los esbeltos espejos ahumados y unos murales enfrentados desde los cuales, y desde paredes opuestas, se enfrentaban indios y vaqueros (flechas y fusiles sobresalían de las paredes dándole un dimensión escultórica a la representación). Estos murales estaban firmados por P. Martínez con número telefónico bajo la rúbrica...Las sillas y las mesas eran de madera y el techo del salón había sido pintado por el mismo Martínez con un cielo crepuscular. Juntamos varias mesas y en torno a ellas recomenzó el holgorio. La bebezón se prolongó por unas cuantas horas hasta que alguien se quejó por la abundancia de calorías y la carencia de proteínas Todos miramos hacia el porsiacaso que Héctor defendía aferrándose a él con las dos manos. No le quedó otra opción que ceder. Enviamos la mercancía a la cocina para ser calentada. Al rato estábamos comiendo las ya demasiado famosas hallacas vegetarianas que, para ser honestos, eran bastante buenas. El dueño del negocio se sentó con nosotros; las probó y manifestó su disposición a hacer un pedido para venderlas en su establecimiento. Para cerrar y celebrar el trató ordenó una generosa ronda del trago de la casa: un misterioso brebaje que él llamaba rifiñake. Es lo último que recuerdo de aquella tenida.

Desperté en el sofá de una sala de estar que no era la de mi casa. En los sillones y sobre la alfombra yacían otros borrachos, todos con gorras de Papa Noel y una corona de muérdago alrededor del cuello. Estábamos en una casa en El Hatillo. Cómo llegamos allí, quién o quines vivirían en aquella casa, pues al despertar no encontramos a nadie más que a nosotros, y de dónde habían salido las gorras y coronas fueron interrogantes que nunca pudimos responder y que tal vez deban ser objeto de un trabajo detectivesco.

Salimos de aquella casa a hora muy temprana y caminamos hasta el pueblo para buscar los medios de regresar a nuestros hogares. El cansancio y el ratón nos impedían pensar con claridad y el silencio impuso su ley mientras buscábamos taxis y autobuses. Pasada la fase de recuperación y compensación volvimos vernos por la noche en el Páprika. Comentábamos lo sucedido y todos estuvimos de acuerdo en que el origen de aquel black out había que buscarlo en alguna sustancia desconocida que Don había puesto en sus hallacas. Pasaba por allí Salvador Garmedia y se interesó en el asunto. Dijo que conocía el bar donde habíamos estado y que la culpa de lo que nos había sucedido era precisamente de del célebre rifiñake que él conocía con otro nombre, pues éste dependía de quién lo preparara. El que la había tocado probar se le suministró como riquitriqui y nos dijo que mejor hubiese sido llamarlo triqui traqui. Nos explicó que este trago se elabora básicamente con las sobras que los clientes van dejando en las barras y que los barmen van escanciando en una pimpina que ya contiene algunas frutas a punto de putrefacción que fermenta aceleradamente con la ayuda de la saliva contenida en los sobrados. A esta preparación base se le añaden otro aguardiente de acuerdo al criterio del maestro coctelero y normalmente se vende a muy bajo precio (real y medio el vaso) entre los borrachitos consuetudinarios. Un preparado asqueroso que, por respeto a la tradición, nunca, nunca jamás debe servirse en Navidad.

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