lunes, 1 de octubre de 2007

EL CERRO Y LA BARRA/Tulio Monsalve


















El sol se riñe con los agentes de la barra, los acompaña hasta la puerta y allí los deja a su incierto destino, a sus indecisiones iniciales, dialéctica poco sensata que a algunos arrastra, hasta la primigenia, o primoingenua pregunta: ¿qué me tomaré?. Uno de esos sabios que en nuestra vida han sido, establecía, la solución partiendo del aforismo, casi axiomático de: in dubio pro ….. whisky. Sabia directriz.

Las entradas a una barra son regularmente racionales, las salidas son como las que plantea el sabio Prygogine, sistemas de múltiples colas, tantas como las vidas de nuestros amados, cercanos, afectuosos y silenciosos felinos.

Algunas salidas son rápidas y claras, otras animadas por el disgusto e impiedad de “otras cosas por hacer”. Otras que ponen en juego la templanza que suele asociarse con ese insípido valor de la mal llamada madurez. Confusión inválida, sin sentido, pues la madurez no es sino el tino de saber escoger entre dos perversiones, y preferir, justo, aquella que nos permita llegar mas temprano a casa. Por eso es que se trata de un asunto del tiempo.

Las barras nos han permitido degustar de esa extraña bondad de una buena amanecida, testigos (¿as?), han sido de nuestro afanoso empeño por alargar la delicia de una buena y dialogada convesación o agitar y extender la sensibilidad para poder apreciar aquello que ese trio de piano, bajo y bateria, nos está tratando de hacer conocer, nada qué decir de los asuntos que la pareja inventa en esa sesión extra-ining, que hasta el chismoso de Freud, o su homónimo Sigmund Peñaloza, hubiera pagado por escuchar.

Solo sé que cuando así pasó, hace tiempo, al salir al mentado aire libre, siempre estaba allí ese eterno guardián, que aún sin sol presente, nos estaba mirando, sin violencia, pero con mucha autoridad. Severo en su bondad. Con vestimentas propias para la hora, asistido con unos atavíos cuyos colores paseaban desde un verde tonificante, hasta un azul inescrutable, esa mole de la bondad nos estaba, esperando, siempre allí, en la banda norte de nuestra ciudad, sin hablar, solo predicando con su ejemplo sobre la firmeza a la hora cumplir un mandato. Siempre el eterno y nunca viejo cerro del Ávila. Nunca ausente cerro que nos guardas del amanecer sin protección, después de abandonar ese sólido y potente útero-barra lleno de ensoñaciones. Copado por un sino y un harto ejercicio destinado a hacernos perder el tiempo, cuyo rédito, y magia, será animarnos a crear ensoñaciones. Viejo cerro conozco de tus locuras y conozco tu pudor y discreción que solo espera que en soliloquios te devolvamos en migajas algo de todas las bondades que tu alojas, efigie que espera que los trasnochadores en acto de secreta lascivia alcoholada lleguen a descubrir. Conozco tus olores, conozco tu perfume, tus sendas y lugares escondidos, te conozco de memoria de tanto verte y tanto interrogarme si serás capaz de escuchar estas predicadas de trasnochado.

Mando una foto que da testimonio del Cerro cerca de las 6 de la mañana, hoy visto con el ojo absurdo de una persona que sin trasnocho y sin barra como justificación aún te rinde los créditos como sólida escenografía de un ballet de insensatos transeúntes, que en sus afanes, ni te miran.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si se fijan en las sombras del cerro en el cuadro de Cabrè, la hora representada mas bien es la de las 6 de la tarde


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