lunes, 15 de octubre de 2007

DELIRIOS EN LA NAVE I / Pablo Antillano

La mujer de Bruno lo abandonó hace dos años. Lo acusó de alcohólico y se fue con el amante. Desde entonces no discute sino con la conserje, con los vecinos y con otro jubilado, el poeta Ricardo Ochoa. Se sientan los dos en el murito del edificio para tormento de la portuguesa que vive en la planta baja. Viven en Las Acacias, al norte de la Avenida Victoria, en un edificio bajo de sólida repostería neoclásica, forrado por una capa verde de vidrio molido. El pulido granito de las escaleras siempre huele a manzana verde y el viejo ascensor con reja de madera nunca funciona. Los vecinos les responden con un gélido silencio sus aguardientosos buenos días y los eluden por las tardes cuando regresan al enrejado. Cuando los botan se van para una tasquita en Los Chaguaramos, La Nave.

El debate de este par de desahuciados gira habitualmente en torno al descreimiento. El uno nunca cree en lo que el otro le dice. Una tarde bajó el poeta Ochoa muy aseado, con el cabello aplastado por el agua fresca y el aliento atenuado por una dosis de Listerine y le dijo: «Campeón, usted no sabe lo maravilloso que es levantarse sin ratón. La luz del Ávila luce maravillosa y se pueden escuchar con claridad los cantos del cristofué y el de las guacharacas. Este techo de flamboyanes asemeja las sombras amables del Paraíso Terrenal y el piso de hojas secas y cachitos parece un otoño de Praga. Se recupera el paladar. Se oye mejor. Todo se ve mejor…»

Y Bruno le respondió: «¿Poeta, esas no son cosas suyas... a usted quien le contó todo ese embuste…?». (CONTINUARA)

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