jueves, 4 de octubre de 2007

CONFESIONES DE UN BEBEDOR Y III/ Humberto Márquez









Confieso que he bebido.

(VIENE Y FINALIZA) A los 7 años, en Judibana, mi amigo Luis Pimentel me inició en el bautizo de Nitzú Yamarte, una primita común, por razones obvias, los adultos se distrajeron y el travieso de Luis comenzó a llevar al patio unos palos de músico de Robertico con pepsi cola, así le decían al whisky Robbie Burns. No hace falta comentar lo desastroso de la tarde y un odio visceral hacia el alcohol que me duró 6 años. A los 13 años, ya en el Colegio Gonzaga me aficioné a la cerveza y generé una resistencia inaudita porque no sabía bailar. Así aprendí a escribir versos en servilletas para cuando las muchachitas se sentaban a mí alrededor a chismearme la bailada y desde entonces entendí lo que era beber con extremosidad.Ya en la universidad Javeriana de Bogotá, a los 17, la onda fue aguardiente y vodka, y unos vinos portugueses que se dejaban colar. A los 21, la UCV fue escenario de mis primeras sillas rotas y otras reyertas en bares de la muerte por el "caballito frenao" que definitivamente me caía mal. Así llegué al whisky, que me acompañó unos diez años largos de mi vida y desde que probé el ron 1796 en 1999, sentí que había descubierto la panacea y hasta duermo con mi botella de cabecera.

Con todos estos años y botellas de experiencia debo decir sin que me quede nada por dentro, que beber es un acto sagrado, una suerte de ritual que acompaña los momentos más felices de nuestras vidas. No ha habido una hermosa mujer que no haya tenido su botella respectiva. Beber, -como decía, Havid Sánchez, del fumar-, es como un negocio de uno con el alma que no siempre puede salir a exponerse en buen poema o gloria musical. O como diría Khayyam: "En tanto vivas, bebe, que los muertos no vuelven" ¡Salud!

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