jueves, 5 de marzo de 2009

LA CARTA/ Carlos M. Montenegro



Ya en los años sesenta el correo postal empezaba a fallar. Desconozco la causa, aunque deduzco que Internet no, pues no existía. Las oficinas de la aduana postal de Caño Amarillo, hacia 1970, eran unas instalaciones bastante lúgubres y con atención lenta “pero” ineficaz. A finales de los ’60, la central de Carmelitas aún guapeaba, pero a partir de ahí se fue deteriorando y las cartas iban y venían de forma cada vez más irregular. Cuando se inauguró la Central de San Martín, (ya Ipostel), parecía que se le daba un nuevo empuje, pero pronto la desidia dejó caer su eficacia y seguridad. Decían que no se le dotaba de suficientes recursos para mantenerla al día.

Creo que la caída de eficacia fue algo mundial, claro en unos países más que en otros; no debe ser casual que las empresas de envíos postales expresos de capital privado crecieran como hongos; ofrecían rapidez y puntualidad, aunque a unos precios escandalosos.

No debe ser mal negocio, pues cuentan con flotas de aviones y sofisticados sistemas computarizados, que según publicitan, saben dónde está el envío, exactamente, en cada momento. En Venezuela, tengo la sensación de que se le ha querido dar un nuevo impulso al sistema postal, logrando un moderado resurgimiento de su eficacia para el nuevo siglo, aunque se dan paradojas: es frecuente que una carta llegue antes a Londres o Lisboa desde Caracas, que otra desde Chacao a La Candelaria. Son misterios.

Todo esto viene a cuento porque, con frecuencia, mi conserje me recuerda que tengo el casillero lleno de correspondencia y debo retirarla. Voy poco, pues, o es publicidad o son cartas que me recuerdan mis magros saldos y cuanto debo.


No tan lejos están los tiempos en que, al llegar a casa cada día, antes de entrar, revisaba puntual el correo para ver si ‘había llegado carta’. Y normalmente llegaba. A veces de la familia –padres, hijos o parientes– los amigos, un viejo amor, o el actual ausente. Todos hemos gozado del momento de tomar la carta con nuestro nombre y dirección, de puño y letra del remitente y al leer su contenido, alegrarnos o entristecernos, según fuera; pero era estupendo saber que alguien tomaba pluma y papel y después de escribirnos cerraba el sobre y lo introducía en un buzón, asegurándose de que caía hasta el fondo. En ese momento, algo del remitente viajaba con la carta, además de palabras escritas.

Eso casi se acabó y, esta vez, sí por culpa de Internet. Cómo negar que desde una perspectiva comunicacional la cosa es mucho mejor. El “e-mail”, el “chateo”, la videoconferencia y todas las novedades que a diario llegan, no tienen parangón y nos dan inmensas satisfacciones. Pero también es cierto que, al hecho fantástico de ‘recibir carta’, la “web” se lo ha cargado sin miramientos.

El servicio postal ha sido una de las invenciones que ayudaron a cambiar la humanidad, como la imprenta, el telégrafo, el teléfono o la radio. Fue Cronwell en Inglaterra quien lo organizó como servicio público a cargo del Estado en 1660, utilizando el sistema de postas; su costo era muy bajo, pero era una buena fuente de ingresos. En Venezuela fue Páez, en 1832, quien creó la Administración Postal.


Así que antes de que se acabe, piensen en alguien querido y denle la estupenda alegría de recibir una carta.

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