Confieso que no soy un fanático del fútbol, y siempre he pensado que no merece la pena serlo de casi nada; los fanáticos auténticos sufren muchísimo y las alegrías tardan en llegar, si llegan. Por muy bueno que sea el equipo en que se milita, el fanático no acepta fácilmente que haya otros equipos tan buenos e incluso mejores que el suyo, y que a fin de cuentas los campeonatos sólo los puede ganar uno; sin contar que la suerte es un factor importante en cualquier juego y el fútbol al final también es un juego. Hay equipos que juegan muy bien y pierden y otros que juegan fatal y terminan ganando. Para el fanático su equipo juega siempre bien y si pierde es porque le abandonó la suerte. Otra gran parte de la culpa también se la llevan los árbitros, que como muy bien saben los fanáticos, cuando su equipo pierde es porque casi siempre han sido comprados; cierto es que malos arbitrajes han llegado a destrozar partidos favoreciendo a contrarios sin ningún mérito, pero ese es otro cantar.
Lo cierto es que los fanáticos aguantan mucho y los de la selección española más, pues llevaban 44 años sufriendo, que ya es sufrir; habría que estudiar bien en qué punto comienza a ser masoquismo, o si ambas cosas van parejas o son sinónimas. El caso es que el domingo pasado tuve el privilegio de ver cómo la selección española liquidaba casi medio siglo de bilis, amarguras y arrecheras de un país casi entero de fanáticos y hasta exaltados por el fútbol. Como nacido en España debo reconocer que me alegré del merecido triunfo de la selección española sobre la alemana, pero sobre todo sentí gran alivio por tantos compatriotas y amigos sufridores de tan larga sequía de éxitos. Al fin se rompió el maleficio, resumido en esa frase tan socorrida de: “jugamos como nunca y perdimos como siempre”, con que los fanáticos del fútbol español se consolaban.
La fiesta en España ha sido monumental, todo el país se lanzó a la calle y hoy lunes 30, todavía sigue el bonche. Lo sorprendente es que a una nación tan compleja y difícil de entender en lo territorial y político – con sus nacionalismos, separatismos, y banderas “nacionales” – el hecho de que un equipo de profesionales del fútbol, todos ellos millonarios y un sabio entrenador brillante y millonario también, al ganar un torneo deportivo – por demás merecido – haya logrado hacer vibrar a casi cincuenta millones de españoles bajo una misma bandera, tan a menudo mezquinamente vilipendiada. Los políticos de oficio llevan décadas intentándolo obteniendo casi siempre el efecto contrario.
Aunque vi a un jerifalte del Partido Nacionalista Vasco al ser preguntado sobre el juego España-Rusia, declarar a la televisión española que como la selección de su país (la del País Vasco) no podía competir, esperaba que ganara Rusia, y a otro político nacionalista catalán declarar algo similar prefiriendo a Alemania en la final, lo cierto es que semejantes estupideces no han tenido mucho eco ni entre los suyos. España entera se fue a la calle con su bandera, la de siempre. La selección les llevó una Copa, y después seguro que la gente se fue “de copas” a celebrar. Siempre pensé que tanto furor de fútbol era excesivo pero ¡Milagro, el fútbol los ha vuelto de nuevo españoles!
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