sábado, 9 de febrero de 2008

INFORME PARA ENANOS/ Crónicas Barsianas de Raúl Fuentes



“He notado que a veces inspiro temor

Piccolino

Dos noticias, sin aparente conexión entre si llaman mi atención. La primera, leída en la sección económica de un diario de circulación nacional hace referencia a la cría, en algún lugar de los llanos venezolanos, de avestruces que no son tales, pues, según el periodista que firma la nota, se trataría más bien de ñandúes”. La segunda, aparecida en las páginas deportivas del mismo periódico, nos informa sobre el triunfo que, valiéndose de todo tipo de malabarismos circenses”, alcanzó un equipo de enanos basquetbolistas sobre una selección de experimentados jugadores de la NBA. Y, aunque no viene a cuento – por lo menos al que me propongo contar – no puedo dejar de asentar aquí que una de las canastas mas espectaculares de la noche se registró en el segundo tiempo, cuando sin darse cuenta, Magic Jonson lanzó el balón con todo y enano, lo que permitió al diminuto jugador acreditarse una cesta de tres puntos que fue definitiva para la definición del cotejo La conjunción de estos dos hechos hizo que recordara un tercero ocurrido en otro tiempo y lugar.

Estábamos en Lima con Pepe Luís Garrido trabajando en una exposición para la celebración del sesquicentenario de la batalla de Ayacucho y nos habíamos alojado en el vetusto, céntrico y decadente Hotel Bolívar. Una noche, mientras dábamos cuenta de unos cuantos pisco sour, Pepe salió del bar para dejar algún encargo en la recepción. No llegó. Regresó exaltado y haciendo enormes gestos con ambas manos me conminó a que lo acompañara para mostrarme lo que tanto le había asombrado. Cuando vi de qué se trataba, entendí y compartí su turbación: frente a los ascensores, ataviado con paletó levita rojo y una enorme corbata de lazo, un enano sostenía con una traílla a un ñandú que le doblaba en tamaño. El animal había alzado la pata derecha y con uno de sus tres dedos presionaba el botón de llamada de los elevadores. Al principio creí que alucinaba bajo los efectos del pisco, pero no, una pancarta en la que no había reparado con anterioridad anunciaba la celebración en los salones del hotel de la I Convención Latinoamericana de Enanos, Payasos, Morisqueteros y Artistas de Circo, de modo que la presencia de enano en cuestión (y su enorme pajarraco) estaba plenamente justificada.

A partir de entonces comencé a toparme con enanos de toda guisa en los más disímiles lugares. Ya en Caracas y departiendo un viernes en el desaparecido Restaurant El Parque me enteré de que en el Hotel Hilton tenía lugar una reunión del Frente para la Liberación de los Enanos de Jardín. Imaginé al tiro a una sarta de jodedores y mamadores de gallo; pero no, se trataba de un movimiento liderizado por un grupo de intelectuales de escasa estatura y abundante resentimiento que había hecho de los enanos de jardín una metáfora de lo que, sostenía ellos, era su condición no ya de minusválidos físicos sino de marginados sociales. Por eso, robaban y destruían los cursis enanitos con que acomodadas (y, probablemente, poco ilustradas) familias adornan sus jardines.

Yo había leído El Enano, aquella novela de 1944 que hizo célebre a Pär Lagerkvist y que se nos presenta como el diario de Piccolino, un enano de corte cuya deficiencia de talla era compensada por su inmensa crueldad y portentosa inteligencia. También había leído Sobre héroes y tumbas y, tal vez, bajo la influencia del inquietante Informe para ciegos que Ernesto Sábato pone en pluma de Vidal Olmos, extrapolaba la perversidad que el padre de Alejandra atribuye a los invidentes para adjudicársela al pueblo de la gente en miniatura como de forma desproporcionada y poco elegante había yo entonces bautizado a los enanos. Mi relación con estos pequeños seres (con el perdón de Salvador Garmendia) se convirtió en una obsesión. Leí sobre los enanos de Palma, los enanos toreros de Aguas Caliente, me interese por duendes y gnomos, adquirí una reproducción de la Cuadrilla de enanos toreros (¡y además gordos!) de Fernando Botero, compré la única novela de Harold Pinter porque se llama Los Enanos, pero no se refiere a ellos; estudié la arquitectura de el Palacio de los Enanos, esa especie de casa de muñecas que un par de “pequeñas personas”, el conde y la condesa de Nicol construyeron en Québec en 1913, y en cuyo minúsculo salón destaca una foto tamaño real del conde, de smoking y sombrero de ocho reflejos, recibiendo a sus invitados (también hay allí una foto de Principito, el hijo no enano de la pareja.); en fin mi obsesión fue tal que llegué a creer lo que leí en una de esas revistas que hablan de OVNIS y conspiraciones y que a continuación reproduzco: “existe el rumor de que en la actualidad, los enanos se dejan acariciar la cabeza para ganarse nuestra confianza y controlar así la economía mundial. Para mayor inri hizo su aparición en los círculos donde me movía un personaje cuyas dimensiones hacía de él el enano más grande o el gigante más pequeño, del mundo, claro, y dependiendo de cómo se le catara o se le midiera o se le viera y que era pornógrafo y obseso sexual y a quien Miguel Otero Silva le endilgó el mote de Miniputo y Héctor Myerston llamaba no liliputiense, sino liliputoso.

Todas mis aprehensiones terminaron cuando me enteré de que en medio de una borrachera de tronío Toto Diez, en complicidad con Marco Tulio Troconis y, seguramente, Gustavo Méndez, se robó un enano (robo, lo llamaba él; secuestro lo llamo yo). El rapto se produjo un sábado de carnaval en lo que entonces se llamaba Calle Real de Sabana Grande, utilizando para tal fin un vehículo oficial, un Cadillac cuyo tamaño, así como el de los plagiarios, ha debido deslumbrar al objeto de una retención que, en aquel momento y a los ojos de la víctima tenía todos los visos de una abducción.

Una de las conclusiones preliminares a las que había llegado en mi nunca escrito Informe para (o sobre) enanos es que resulta muy difícil determinar la edad de estos, pues a su escala, la lozanía de la juventud o la rugosidad de la vejez no son apreciables a simple vista. Esta hipótesis me la confirmó Toto cuando me dijo que nunca supo cuántos años tenía su botín, ya que una vez en posesión del minúsculo individuo, éste no pudo precisar su edad porque no sabía cuándo ni donde había nacido y que para él el tiempo era una dimensión que no modificaba su aspecto y que, desde siempre, se recordaba a sí mismo con idénticas facciones. Estas revelaciones convencieron a Toto, a Marco y, seguramente, a Gustavo de que no se habían apropiado de un niño cabezón. Esta convicción pudo más que cualquier escrúpulo y, en consecuencia, cargaron con el enano hasta un bar de La Florida que frecuentaban por aquellos día, el Polesu (después Black Horse), donde le obsequiaron un enorme Bull de cerveza que lo predispuso a favor de sus captores, mucho antes de que se hablara del síndrome de Estocolmo, e hizo que se sintiera arte y parte de aquella irresponsable patota, y pasó del yo quiero irme para mi casa al coño, vale, ustedes si son chéveres.

En esas estaban cuando Toto propuso que le compraran un liqui-liquito a Bebé, que así habían comenzado a llamar el enano. Se fueron a La Imperial, que se publicitaba como el palacio del liqui-liqui y el liqui-liquito y le compraron un traje blanco y unos zapatitos de patente que encantaron al enano que ya se sentía grande entre los grandes.

Anduvieron con el enano a cuestas durante todo el carnaval y hasta lo disfrazaron de negrita. El enano estaba gozando un puyero sin pensar en lo que le tenían preparado como fin de fiesta.

El día martes, a pesar de que todavía en algunos lugares se jugaba carnaval con agua y otras sustancias no tan inocuas, lo trasladaron al barrio Chapellín donde había una gallera de dudosa reputación y se sabía que moraba un enano tan maluco como chiquito. Convencer al bebé para que lo enfrentara requirió de varios frascos y un sin número de promesas. Cuando estuvo hasta los teque - teques, aceptó el reto y, en brazos de Toto que lo acunaba como a un recién nacido de talla extra larga, Bebé se hizo presente en la gallera donde lo esperaba, desafiante, un malandrín de siete suelas dispuesto a masacrar a nuestro héroe a quien las apuestas no favorecían para nada. El público rugía como si de gallos se tratase y las botellas de ron pasaban de mano en mano y de boca en boca. La pelea duró poco: Bebé resultó un experto en artes marciales y dejó muy mal parado al enano de la casa. Los apostadores, indignados, acusaron a Toto y su pandilla de organizar un fraude y estuvieron a punto de lincharles. Con Bebé en alto, como si se tratara de un trofeo, salieron corriendo de allí y no pararon hasta llegar al carro que habían dejado en uno de los accesos al barrio.

Una vez a salvo se planteó lo inevitable: ¿qué hacer con el enano? Éste no quería desprenderse de sus amigotes, a pesar de que estos habían puesto en peligro su integridad física. Emborracharon una vez más al enano y lo depositaron, mientras dormía, en el jardín de una casa en El Paraíso, perteneciente a un influyente político de la época quien, suponemos, ha debido entregarlo a la policía al constatar que no era uno de los pigmeos que adornaban su huerto.

Esta estrafalaria aventura hizo que mi posición frente a los enanos sufriera radicales modificaciones. Sin embargo, no estoy del todo convencido de que no haya un dejo de malicia o de siniestra perversidad en ellos. Una duda que se ha acrecentado a raíz de lo que, recientemente, me contara Toto al regresar de un viaje a Paramaribo a donde fue en viaje de negocios. Para celebrar no sé que exitosa transacción lo llevaron a un lugar llamado Mi reino sí es de este mundo, que resultó ser una amalgama de cabaret, café concert y burdel de lujo donde la estrella era un ventrílocuo políglota cuyo muñeco profería improperios en más idiomas de los que habla el Papa (eso decía la postal que me mostró). Me dijo que se había divertido de lo lindo y que al día siguiente descubrió que el ventrílocuo se hospedaba en su hotel. Se las ingenió para hablar con él porque le parecía muy cómico que, a cada rato, hablase por el celular y dijese que lo hacía con el muñeco. Era graciosa, sí, pero muy raro y se dedicó a espiarlo. Así descubrió, que el muñeco era en realidad un enano y que el enano no era otro que BebéIgualito, no había envejecido nada y estoy seguro de que me reconoció cuando lo vio abordar un taxi…porque me sonrió”.

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