jueves, 29 de noviembre de 2007

DIJÓN Y LA MOSTAZA© Carlos M. Montenegro


No hace mucho, durante un almuerzo en muy buena compañía y en un restaurante acreditado por sus carnes exquisitas, nos tocó una punta trasera, “importada” dijeron, que debía ser la excepción de la regla en cuanto a la calidad esperada. Con la inusual prudencia que uno va adquiriendo con la edad y antes de estropear el rato utilizando el socorrido derecho al pataleo, decidí cambiarlo por un recurso menos beligerante, así que dije suavemente al mesonero: “¿tendrá usted una mostaza que esté bien?”. Y tenían. La mostaza era de primera calidad y ocurrió el milagro, la carne no se ablandó pero mejoró muchísimo el sabor y la comida siguió su curso salvado el escollo gracias a un buen Rioja y la excelente mostaza de Dijón, según rezaba el envase. Esto me hizo pensar que en la cocina hay innumerables productos aparentemente insignificantes pero que brindan grandes satisfacciones.

El caso me llenó de curiosidad y me propuse indagar más sobre esos diminutos granos que pueden aportar tanto al resultado de una preparación, como el de un mal trozo de carne que promete pero no cumple. Bueno, pues los hallazgos me parecen fascinantes. En primer lugar, el nombre castellano de la mostaza es “jenabe” que proviene del latín “sinapi” que fue tomado a su vez del griego y de donde deriva “sinapismo”, que no es otra cosa que una cataplasma hecha con polvo de mostaza para aliviar múltiples dolencias, y me voy a permitir dar fe de su veracidad ya que yo mismo me beneficié de una cataplasma aplicada por una anciana curandera que me sacó de una bronconeumonía cuando aún no había cumplido un año de edad. Me lo dijo mi madre, y es algo que no voy a poner en duda. Es decir que tengo una enorme deuda de gratitud con la mostaza y con la anciana, cómo no, por su sabiduría.

La mostaza es conocida desde tiempos inmemorables. Ya en la Biblia hay una narración “del grano de mostaza y la levadura” (Mateo 13:31-32). Se atribuye a los romanos desarrollar el preparado que conocemos hoy. Mezclaban jugo de uva sin fermentar, es decir mosto, con semillas de “sinapis” y eso formaba el “mustum ardens” o “mosto ardiente”, o sea, que ya picaba lo suyo, y lo aplicaban como remedio para los dolores de cabeza y hasta como digestivo. También lo incorporaron a algunos quesos para darle sabor fuerte. Pitágoras nada menos, lo recomendaba porque aseguraba que aumentaba la memoria y daba “alegría al cuerpo” – pienso en Macarena – y como comprenderán no seré yo quien dude de Pitágoras, es posible que gracias a la mostaza recordó su teorema hasta que lo escribió en algún sitio.

Desde el siglo XIII, aparece en muchísimos platos de la cocina europea especialmente en Cremona, Italia y Dijón en la Borgoña, hasta hoy día. Gracias a los franceses que le llamaron “moutarde”, comenzó entonces a usarse como aderezo en las carnes especialmente vacunas y según mi enciclopedia: “tal vez para ocultar el sabor de la carne en mal estado” (sic). Quiero resaltar que no era el caso de la del restaurante que menciono al principio, aunque eso sí, dura estaba, e insípida también. Hoy, se usa mucho en “hot dogs” y hamburguesas, que buena falta les hace. Dijón es la principal productora de mostaza del mundo. Así que “chapeau” a Dijón.

carlos.managerman@gmail.com

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