sábado, 21 de julio de 2007

LA PALABRA SALVADORA /Tulio Monsalve



Sencillamente me indispuse con el rigor laboral. Simplemente no dio ninguna gana volver a la oficina esa tarde. Únicamente deseaba llegar al triangulo de las Bermudas y mirar, ofuscado por un sentimiento de: ¿a lo mejor encuentro a alguien con quién montar una buena cháchara¿. A las dos de la tarde, de un día miércoles, era poco probable que algo fuera de lo común sucediera; o, ¿quién sabe, a lo mejor si¿. Bueno, … un traguito y ya. Comencé el tanteo por el Franco, al hacerme espacio el portero y dejar atrás el celaje del eterno color amarillo con que siempre identifico el lugar, todavía en sombras, pude descifrar en entramado de esa espaciosa, sólida y amena barra. Distinguí el puesto que mas me gustaba. Ocupé, el de la esquinita. Al sentarme, dominaba a mi derecha la parte menos frecuentada del comedor. A la izquierda y en línea recta, mi visual daba a la pared del fondo, que alberga la copia del cuadro de Los Borrachos, Velásquez. Imposible de eludir esta poderosa imagen, Baco, (con muy poca convicción, casi extrañado de hacer lo que hace) coloca una corona de laureles a uno de los borrachos. Me arrecha el gesto un poco burocrático, mecánico, displicente, de puro tramite, con que ejecuta este serio reconocimiento con uno de quienes tanto lo idolatran. Qué está, cómo es, y no de otra forma, por la militancia en los ritos que este dios impuso o dispuso para nosotros débiles criaturas terrenales. El cuadro es una fiesta de campo entre panas, muy a lo Rubens, huele, mas que a arboleda, y campo, a buen vino; la cara de esa corte de amigos del buen beber y la distracción, aunque temporal, nos hace sentir la mirada, bien segura, definida, de estos sencillos españoles, de la calle, que sin protocolos se dan al beber e imagino al comer, mientras se sienten animados por Baco.

Era rastro casi automático, era una consecuencia obligada de la experticia realizada desde la barra, qué, acompañando al cuadro, y la dirección donde está la figura del Baco; justo adonde uno de los borrachos, creo, el centro y alma del grupo, exhibe una taza de vino. Cuyo rostro, es inolvidable, por el rubor en su nariz, y sus pómulos, que dan fe, de su noble militancia en el tomar y qué además, aún ante el dios, carga, exhibe, como prueba de su obligada insolencia y esperada impertinencia, y altanería: sombrero.

En esa dirección y confundido con esa escenografía, o acompañándose con ella, era posible, como muchas veces me sucedió, que tuviera la suerte de topar, y alegrarme y saludar y recoger la luminosa y grata figura de Orlando Araujo. Codo izquierdo en guardia sobre la barra, casi columna, casi pedestal de la mano para apoyar el giro del rostro, que vigilaba la entrada del restaurante. En la otra mano un esperado vaso de escocés, que dependiendo de su estado de animo, era, largo, de nobles y grandes hielos del Pingüino; o, de vaso corto, por que estaba, “calentando” en la primera entrada del primer ining. Casi siempre de impecable camisa blanca o guayabera. Era fácil que iniciáramos la plática. Era obligado que me preguntara qué cómo estaba: “el centro del homenaje”, era su singular manera de citar a Chela. ¿Por qué la llamaba asi ¿, es otro cuento también de barra que otro momento contaré. Luego pasábamos revista de las vainas de los amigos, largo recorrido por los antiguos habitantes del Techo de la Ballena y para el momento, diputados, asambleístas, asesores p demiurgos, magos de la joven Primera y única República del Este. Era el momento en el que se filmaba su Compañero de Viaje. Dirigía Clemente de la Cerda y actuaba como Nólasco, Toco Gómez. Esperaba algún chisme del rodaje y yo como buen comadrero le contaba algo de lo que sabía, o apenas sabia, por que el contacto telefónico con Toco en Mérida, lugar de la filmación, era mínimo. Pero algo se dijo. Cumplida esta parada, era tema obligado de agenda, hablar mal de Adriano (Gonzalez León). Bajo la regla de: “vamos a salir de eso de una vez”. Así que le rasguñamos el pellejo a Adriano y continuamos con otro tema, Salvador (Garmendia) y su última travesura.

Esto que cuento a debido pasar, siempre pasaba, pero ese día, no pasó. No estaba Orlando, las figuras del cuadro, estaban solas, no había nadie que las acompañara; e hiciera honor a lo que significaban como escenario.

Los demás moradores de la barra no me llamaban para nada la atención, no los conocía, ninguno mínimamente conocido, en apariencia, creaban pocas expectativas. ¿Pero, iba a huir en medio de un trago¿, ¿buscar otro lugar¿. Verme derrotado, ante el primer amago de soledad. No, tenía que haber otras opciones. En eso estaba cuando un señor de aspecto formal, digo por su corbata y terno clásico, me pidió un cigarrillo, exagerando, me dijo: ¡! No importa la marca ¡!. Me provocó contestarle como lo haría con algún amigo: No, por qué, no fumo pendejadas!. No lo hice, sino que le expresé, que no fumaba. Grave error, esta insolvencia le sirvió a él para iniciar un monologo sobre las ventajas de los no fumadores, versus los contrarios, diversa y amplia y poco convincente su argumentación, salvo que me distrajo el tiempo suficiente, como para terminar el trago con tranquilidad y poder cumplir mi vaga e insostenible promesa de : ¡!! Un trago y me voy!!. Pero así fue, ya me iba cuando mi interlocutor ocasional, se despidió e hizo entrega de su tarjeta de presentación: Edmundo Rojas, Gerente de Distribución de Pinturas, Wantzelius C.A. de Venezuela. Ante su insistencia guardé la tarjeta en mi cartera y estaba pagando la cuenta, cuando él me dijo –“tenla, por si acaso… uno no sabe”.

Me fui, con tarjeta y todo. El azar entre quienes se aventuran en las barras es infinito; pués unos meses después, saliendo de otra barra, esa tarjeta me salvó la vida o como mínimo, un carcélazo por razones de desorden público. Pero eso se los cuento luego.

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