Es martes, estoy estresado y fastidiado de la misma comida del comedor de la empresa. Una publicista larga y coqueta sale en ese momento hacia El Bosque. Conduce una de esas camionetas entre rústica y femenina. Su oficina está en el recién explotado edificio de Fedecámaras, víctima del terrorismo chambón de estos días. Lleva comida para el almuerzo.
-Llévame contigo-
-Donde tu quieras -
-Déjame en
-Ayy, que envidia, a mi me encanta
En verdad no me gusta , sólo sus turgencias, sólo eso, pero más nada.
Me siento al final de la barra, siempre en el lugar de tráfico de los mesoneros. Antes voy al baño y respiro. Pido un escocés y me voy distendiendo. Reviso el local al mediodía. Hierve. Nadie está triste y nadie canta, nuestras canciones van por dentro. Dos bellas gordas cazan desde un ángulo de esta gran superficie húmeda y humeante. Sus ojos tiene rayos x. Scanean a todos los solos. Ellos, militantes de su soledad llaman por su
celular a una improbable que está por venir, tratan de desanimar a las rozagantes cazadoras. Pido otro trago mientras espero mi lechón al horno que estará delicioso con sus vegetales y su pan de concha dura y suave corazón, cómo el de las gordas que ya se marchan, saludando a los mesoneros que la despiden alegres. Con gestos comprensivos le guiñan el ojo diciéndoles que también la noche es otro sol.
A la salida el estrés ya no existe. A media cuadra entro en otro reino, el Fondo de Cultura Económica y su vieja librería me sorprende con nuevos títulos, mis manos tiemblan y regreso por otro trago y me voy. Esta barra está viva.
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