En las tiendas de Coconut Grove, los venezolanos se ubican a ambos lados del mostrador. Unos compran y otros venden. En Estructure, una boutique que ofrece ropa fina y casual para damas, la dependiente es una señora que a veces se hace acompañar por su pequeña hija, y que dice tener 15 años en Miami. Unos metros más allá, en el mismo shopping center de Cocowalk, un caraqueño de unos 20 años atiende a los visitantes de Levi´s.
En el centro mismo de la plaza comercial, una rubia con acento de Sambil y con una sonrisa y un ombligo perfectos, ofrece joyas, bisutería y souvenirs, en uno de esos carritos elegantes de la buhonería sofisticada. Y arriba, en el tercer piso, en el bullicioso Hoter´s, dos chiquillas venezolanas de muslos tersos y amenazantes, forman parte del crew de beldades que sólo llevan por vestimenta ese pequeño hotpant anaranjado y cuasitransparente que llena de lobos el local.
Una de las camareras del Holliday Inn de la 87, y media docena de bar tenders y mesoneros en las cafeterías playeras del Distrito Deco, en la Collins y en Ocean Drive, son también venezolanos. Y se dice que son más, muchos más, que la cifra de los que se han ido a vivir bajo los influjos de Biscayne Bay se acerca a los 100.000, repartidos en distintos menesteres.
Del otro lado de los mostradores, comprando, sentados en las barras y en las mesas, están los otros criollos: varios miles de turistas que han hecho de Miami su alternativa vacacional. Clase media con ahorros que busca entretenimiento, limpieza y seguridad lejos de Caracas. En el día van a las playas de South Beach, a las piscinas de los clubes y condominios o a las tiendas. Pero en la noche se lanzan sobre las áreas peatonales del Coral Gable y el lado sur.
Los jueves en la noche el área cercana a Planet Hollywood, Café Virtua, Club 605 y varias decenas de discotecas, pubs y restaurantes de las aceras de Coconut Grove es tomada por millares de jóvenes, entre los cuales los venezolanos constituyen un mundo considerable y visible. A veces se tiene la sensación de estar en Las Mercedes, en el Sambil o en el CCCT.
Ni para los unos ni para los otros, ni para los que venden ni para los que compran, es fácil llegar hoy a los Estados Unidos, y mucho menos quedarse. Las políticas de inmigración desconfían por igual del turista que del inmigrante. En términos generales se sabe y se dice en las barras, palabras más, palabras menos, que mucha gente anda buscando por allá oportunidades de vida que ya no encuentra en Venezuela. Así que alguien (“aquí no, por supuesto”) en el Departamento de Inmigración de los Estados Unidos se ha estado preguntado: ¿De qué tamaño será este éxodo?, ¿cuánto durará?, ¿cuáles serán sus consecuencias económicas y culturales?
Más pronto que tarde se desplegará ante nuestros ojos, y en los medios, la lista de recursos que se vienen utilizando para huir de Venezuela hacia Estados Unidos. Trucos, sobornos, pasaportes falsos, visas trucadas, maletinazos, actos de magia, desapariciones, metamorfosis, sustituciones, embaulamientos, defunciones, aterrizajes clandestinos, lanchas sin matrícula, y… hasta balsas. Lo único que le falta al país como emblema de su derrota es un convoy de balseros atracando en Cayo Hueso.
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