Cuando escampó había guirnaldas de hojas amarillas por todas partes, promontorios que se alargaban por los senderos, silueteando las huellas que habían dejado las torrenteras. Era notorio que los árboles habían sido finalmente liberados, por la lluvia, del peso de fronda seca con que les había preñado el verano, ese verano inclemente que nos azotó las vidas este año.
Ahí estaban esas hojas, miles de ellas, inmóviles, muertas y húmedas, descansando en paz. Pero mientras bajábamos por la pendiente, una de ellas, la más amarilla, la más parecida al pétalo de una flor llena de vida, se irguió como la vela de un barco y emprendió una veloz travesía hacia las alturas.
Quienes, tras los rituales aeróbicos del día, descendíamos fatigados de Loma del Viento, miramos al unísono el ascenso sobrenatural de aquella insígnia más amarilla que una medalla colegial. ¿A dónde se dirige este terco residuo vegetal e inanimado?. ¿Qué imán formidable le permite desafiar la fuerza de gravedad y la brisa despeinada que sigue al temporal? . Una hormiga, un miembro de la socialísima familia de las formidae, una breve, minúscula hormiga
venía cargando con aquel velámen que seguramente tenía veinte veces su tamaño y decenas de veces su peso . Los caminantes nos miramos, nos identificamos y seguimos bajando con la elucubración orientada por una cháchara moral, de corte culposo. Hay que ver lo que una hormiga puede soportar sobre su existencia, y hay que ver lo poco que nosotros somos. ¡Que ratón!
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