Para celebrar el 19 de abril, este sábado estuve tomándome en mi casa un “Punch des îles”, delicioso combinado de ron blanco y jugo de caña con una fina rodaja de limón verde. Me lo preparé con el ron que más me gusta, el ron de Martinica.
Este “Punch des îles” era la bebida favorita de aquellos hacendados franceses del siglo XVIII sembradores del oro blanco en las Antillas. Pero los frondosos cañaverales haitianos fueron incendiados cuando reventó la gran cimarronada de 1791. Los esclavos insurrectos exterminaron la oligarquía de los blancos, los grands békés, y de los pocos que escaparon a la masacre, algunos se refugiaron en la Capitanía General de Venezuela.
Se habían traído la receta del “Punch des îles” y lo pusieron de moda en los salones del mantuanaje caraqueño...
Mi poderoso “Punch des îles”, aunque me lo tomaba a sorbitos para que no se me subiera a la cabeza, no dejó de hacer su efecto y me puso a fantasear. Pensé que si yo hubiera vivido en 1810, no me habría resguardado en mi casa aquel Jueves Santo 19 de abril, como tantas caraqueñas recelosas...
¿O es que las madres, hijas, hermanas, novias, amantes, no sabían de las conjuras que la oligarquía criolla urdía contra
Aún así, entre aquellos cabildantes proclamados Diputados del Pueblo, novedoso título que estaba en boca de todas y todos sin saber realmente de qué se trataba, no hubo mujer alguna... Pero aquella aventura libertosa de 1810 habrá sido una revancha para Josefa Joaquina Sánchez, bordadora de banderas, confinada en Cumaná por haber conspirado junto a Gual y España, a riesgo de su vida. Y en los años siguientes, cuántas serían las mujeres ignoradas por la historia -Bárbara de la Torre, Mariquita Figuera, Mercedes Abrego, y muchas más- que iban a pagar un precio muy alto por sus ideales patrióticos...
Pues bien, aquella noche del 19 de abril de 1810 yo estuve brindando con un “Punch des îles” junto a mis amigas criollas principales. Fue una noche de puertas abiertas: en la efervescencia del ambiente, el punch enseguida se nos subió a la cabeza y salimos a saludar a unas juanas avanzadoras que pasaban por la calle; andaban de festejo... ¿Adónde van?, preguntamos. ¡A la esquina de las Ibarras, a celebrar con “los Socios”!
Y nos fuimos con ellas, riendo y cantando:
Mujer que sale de noche
No debe ser cosa buena,
Ocairi, ocairá, ocairí, airá...
Íbamos por las callejuelas oscuras y mal empedradas de aquella Caracas ya no tan colonial, donde una lluvia temprana había dejado grandes charcos. Qué importaba que los escarpines y las medias de seda se nos llenaran de lodo, y los vestidos de crepe o de tafetán se deslucieran con las salpicaduras... (Más descocadas, las juanas avanzadoras se recogían hasta los muslos las faldas de calicó almidonado, y brincaban los charcos con desenfado.)
Las tejas húmedas de los techos rojos exhalaban un olor a arcilla que se mezclaba con el tufo de las boñigas depositadas, poco antes, al paso de la milicia a caballo que se había plegado a los conjurados. Algunas gentes pías, en su afán de cumplir con los Santos Oficios, se agolpaban frente a las iglesias, a la luz de unos candiles; pero los curas habían cerrado sus puertas por temor a los desafueros: no hubo lavatorio de pies ni procesión del Cristo yacente. En cambio, las puertas de muchas casas seguían abiertas en un constante trasegar de vecinos que, olvidosos del Jueves Santo, intercambiaban buñuelos, quesillos, rumores...
Y llegamos a la esquina de las Ibarras. En la sede de la recién creada Sociedad Patriótica, abarrotada, alborotada, las gentes radicales de la ciudad ya brindaban por una futura independencia. La mayoría no medía aún el alcance real de los acontecimientos, y el jolgorio siguió hasta tarde en la noche. Afuera, los “Socios” más jóvenes cantaban y bailaban “
Todos los reyes del mundo
son igualmente tiranos
son crueles, son avaros,
son soberbios y orgullosos
Acabábamos de deponer al representante del absolutismo español; haciendo uso de nuestros derechos políticos, ¡habíamos formado gobierno propio! Unos días después, con nuestros finos modales de mantuanos, condujimos hasta La Guaira a un desconcertado Vicente Emparan, Capitán General renunciante, y lo embarcamos rumbo a Santo Domingo.
Todas y todos quedábamos ahora pendientes de la convocatoria a un Congreso Constituyente, otra novedad política. Mucho se hablaba de eso durante las veladas, en el frescor de la brisa nocturna que traía efluvios de café tostado. Unos se preguntaban a quién íbamos a vender ese café, y el cacao, y el añil, y el tabaco, ahora que nos distanciábamos de España. Otros contestaban, pragmáticos: ¡a los norteamericanos y a los británicos, pues! ¿Y qué harán los vacilantes pardos?, se preocupaban algunos blancos criollos. Tendrán que unirse a nosotros, anticipaban los más avezados.
Y seguíamos sorbiendo nuestro “Punch des îles” en la frágil serenidad de los patios, viendo con una mezcla de recelo y exaltación cómo se acumulaban los nubarrones en nuestro cielo recién ganado...
Dejé mi copa vacía para asomarme al balcón. Doscientos años después, el cielo sigue encapotado y anuncia tempestad. La historia continúa.
Ilustraciones: Caña de azúcar, Joaquina Sánchez, Josefa Camejo, 19 de abril de Juan Lovera
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