miércoles, 29 de agosto de 2007

LA PRIMERA VEZ DE TOBY / José Alvarado (Toby)

( Crónicas bohemias de Caracas, desde Miami ) Soy el menor de siete hermanos, tres hembras y cuatro varones de los cuales yo soy el maraco, o sea el más pequeño y el más distante generacionalmente hablando por la diferencia de edad que me separa, sobre todo, de mis hermanos mayores.

Mi primera relación con una barra en un bar caraqueño, fue cuando cumplí dieciocho años. Mis hermanos, quienes se habían estrenado en la sexualidad con las prostitutas de los años cincuenta, que según cuentan eran tan buenas que hasta se enamoraban, quisieron regalarme en mi emblemático cumpleaños una noche de farra en uno de esos botiquines de luz roja de Sabana Grande.

Con la delicadeza que correspondía a unos instructores curtidos en esos ambientes, me daban indicaciones sobre cómo detectar el momento en que el próximo trago te puede dejar noqueado en la barra y cómo jamás debes sentarte de espaldas a la puerta del bar, aderezadas con un “mírale el traserote que tiene esa mesonera”, cosa que me extrañaba mucho porque de todas las mesoneras que había, sólo querían llamar mi atención sobre aquella señora trajeada con un vestido muy escotado de satén rojo, quien cada vez que yo chequeaba la acotación de mis hermanos, me tiraba besos y me hacía ojitos.

Al cuarto whisky, desinhibido por tanta confianza y comunicación fraternal, les confesé a mis hermanos que yo fumaba mariguana desde los quince y que me encantaba hacer el amor con mis compañeras de clases bajo sus efectos mientras escuchábamos rocanrol, y que además había tenido varios encuentros sexuales durante las vacaciones familiares con algunas primas.

A mis hermanos, lo único que les quedó fue decirme, en un tono de reclamo: “¿tu no sabes que fumar esa vaina es ilegal?

Años después me confesaron haberse cortado todos por mi precocidad sexual y yo les dije que no era una virtud personal, sino de la década de los sesenta. De todas maneras el contrato de la señora de satén rojo no se perdió, al sexto trago la sensualidad de su voluptuosidad de vedette de cine mexicano, enmascarada en las tinieblas rojiazuladas, levantó la insaciable sed de mis dieciocho años.

Realmente me hice asiduo visitante de bares desde que me divorcié la segunda vez, agarré un barranco de año y medio bebiendo de lunes a viernes ron con aguaquina y escuchando al final de la pea salsa en el Maní o en el Tío Pepe, hasta que un buen amigo, de quien no recuerdo su rostro por la oscuridad del sitio y por mi estado lamentable, se me acercó y me consoló diciéndome que se había enterado de mi separación y que lamentaba mi tristeza, para después preguntarme ¿Y cuántos años tenían juntos? Yo, casi al borde de las lágrimas y con el mejor de mis lastimeros gestos, le dije “trece años”, lo cual acompañé con un movimiento negativo de mi cabeza que quería significar algo así como toda una vida.

El, reclamándome, me respondió: “pero bueno, es que tú también eres una vaina seria”. Yo lo miraba sorprendido y él termina diciéndome: “tú sabes lo que es tirar con el mismo guevón durante tanto tiempo…¡ponte en su lugar!,” al día siguiente ya no había dolor y aquella aclaratoria tan sólo me había costado el precio del whisky que le brindé.

Ahora los bares se me han convertido en parques de diversiones donde a veces nos provoca la montaña rusa y otras un inofensivo tiovivo, pero la más grande de sus atracciones es su variopinta fauna. (Continuará)


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